Ignacio Camacho

El tren pájaro

El AVE es el mayor éxito estratégico de la democracia. Ha cosido el país como ningún otro proyecto de Estado

Ignacio Camacho
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A los 25 años de su inauguración, que cumplió el viernes, la del AVE es la historia de mayor éxito estratégico del transporte español desde Carlos III. Sin embargo, para muchos sigue siendo el símbolo del despilfarro y de la burbuja de las infraestructuras superfluas. ¿Habrá en España rotondas inútiles, polideportivos sin deporte, auditorios sin programación, suntuosas sedes de organismos prescindibles? Pues el emblema del derroche es la alta velocidad. Porque es una inversión cara. Pero es cara porque es eficaz y segura. Porque es innovación, liderazgo industrial, tecnología punta. Y porque tiene indiscutible rentabilidad social, un valor intangible que no sale en los balances de explotación. El AVE ha cosido el país como ningún otro proyecto de Estado.

Claro que ha habido sobrecostes.

Y comisiones que no se tenían que haber pagado (ni cobrado). Y dispendios suntuarios. Pero en conjunto, es una de las pocas iniciativas que nos han salido bien o muy bien, y sería motivo de orgullo en cualquier nación menos proclive al pensamiento de luces cortas y a la autoflagelación pesimista. El clima de recelo hacia el supuesto elitismo del AVE es la causa de su principal defecto: la proliferación de paradas intermedias -con sus estaciones faraónicas- que la presión demagógica impuso a los distintos Gobiernos. Eso impide desarrollar la velocidad puntera y malversa la inversión al dilatar los márgenes comerciales de tiempo. La alta velocidad sólo tiene sentido como un desplazamiento directo de origen a destino, para unir ciudades con significativa masa crítica de distancia, negocios y viajeros. Madrid, Barcelona, Sevilla, Zaragoza, Málaga, Valencia. Vigo o Bilbao cuando se pueda. Así puede aventajar al coche en rapidez y al avión en comodidad y precio. Pero si el trayecto hasta Málaga ha de parar en Puertollano, Ciudad Real y Antequera o el de Barcelona en Guadalajara, Calatayud o Tarragona, pues eso, con todos los respetos, no es un AVE. Es el tren de la escoba.

Las Administraciones cayeron en esa trampa por puro clientelismo. Nadie quiso explicar que había otras alternativas de menor coste para trazados medianos. La deliberada confusión se volvió letal en Angrois, donde no eran de alta velocidad ni el tren accidentado ni la línea, y por tanto no guardaba los estándares de seguridad de referencia. Pero se había publicitado como AVE porque todo el mundo quiere uno en la puerta de su casa. Lo que, por otra parte, demuestra el éxito irrevocable que provoca y explica su alta demanda.

Con todo, el AVE es puro regeneracionismo que ha desmontado el tópico de la España tecnológicamente atrasada, la metáfora noventayochista de un futuro anclado en la lentitud ferroviaria. Después del propio régimen constitucional, es la enseña más acreditada de nuestra democracia. Y no parece casualidad que algunos pretendan ahora cargarse ambas.

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