Editorial ABC

Terrorismo 2.0, la muerte en directo

Las redes sociales no solo permiten aterrorizar con matanzas como la de Nueva Zelanda, sino incentivar la imitación de un crimen por fanáticos sensibles a estos llamamientos

ABC

Gracias a las redes sociales, el asesino de casi medio centenar de musulmanes en las localidades neozelandesas de Christchurch y Linwood consiguió un efecto mundial para su atroz crimen. Como en el más realista del modo shooter empleado en los videojuegos violentos, el extremista y xenófobo Brenton Tarrant retransmitió en directo y a través de Facebook, con una cámara acoplada a su cuerpo, el meticuloso asesinato en serie de decenas de fieles musulmanes que rezaban en sus mezquitas. Las imágenes muestran la frialdad de un genocida que recarga sin titubeos sus armas automáticas para volver a asesinar y a rematar a sus víctimas. Como los matarifes del Estado Islámico, Tarrant ha aprovechado el incontrolable potencial de las redes sociales para lograr dos efectos: el de aterrorizar -y exasperar- a millones de musulmanes y el de incentivar la imitación de su crimen por alguno de los muchos fanáticos sensibles a estos llamamientos. Lo que hasta hace unos años sólo captaban las cámaras de los reporteros de guerra y era sometido a un control ético en su difusión hoy circula a través de móviles y ordenadores de todo el mundo, con un acceso ilimitado a personas de cualquier edad y condición, en la calle, en el trabajo o en casa. La violencia circula por las redes como un factor que estimula a los criminales ansiosos de protagonismo o convencidos de que su crimen tiene un significado para los demás. Las sociedades modernas se enfrentan así a una combinación de amenazas que aumenta su peligrosidad. La brutalidad de los crímenes se incrementa porque van a ser difundidos inmediatamente a todo el mundo y su difusión multiplica exponencialmente el terror que genera entre millones de ciudadanos, sean o no víctimas potenciales de futuros atentados.

Lo preocupante es que esta situación no tiene alternativa, ni sencilla, ni a corto plazo. Los responsables de las redes sociales actúan después de los hechos -a veces demasiado tarde- cuando las imágenes han sido grabadas y se replican por otros canales igualmente libres. Cada usuario de Facebook o Twitter, o de plataformas como WhatsApp o Telegram, puede convertir estas redes en el escenario de un delito atroz, que infiltra en las sociedades el veneno del miedo y del odio. Se mata con balas y en streaming. Hay una alternativa posible, sí, que es poner en manos de las autoridades públicas la capacidad para transformar el mundo virtual de las redes en un Estado policial, de control y censura preventivos, incluso de cierre de acceso por los usuarios. No parece que el ciudadano de una democracia occidental esté dispuesto a pagar este precio -ni otros menos onerosos-, y los asesinos como Tarrant lo saben.

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