Tabarnia

«A veces hasta las ideas más ocurrentes las carga el diablo y pueden servir para abonar las tesis más amorales y odiosas»

Juan Manuel de Prada

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Los más viejos del lugar recordarán aquella deliciosa Guía de lugares imaginarios de Manguel y Guadalupi donde se reunían cientos de geografías soñadas. Continentes sumergidos, ciudades subterráneas, ínsulas voladoras y ciudades invisibles se congregaban en aquel volumen con pujos de enciclopedia que, en ediciones venideras, debería incluir esa Tabarnia que unos cachondos han puesto en órbita, para ridiculizar la quimera independentista . La creación de la imaginaria Tabarnia sirve para confrontar al independentismo con el absurdo de sus pretensiones, que –como nos recuerda Eugenio d’Ors en La civilización en la historia– se asemeja al absurdo de la célebre aporía de Aquiles y la tortuga: «Así como por pequeña que supongamos una distancia será siempre divisible en dos, por pequeña que imaginemos una entidad nacional independiente albergará siempre en su seno el potencial de una nación distinta, que puede invocar para separarse del pequeño conjunto las mismas razones que éste ha invocado para su emancipación de un conjunto primero».

«Volviendo del campo», de Joan Llimona JOAN LLIMONA

Pero sería una tristeza que esta creación que acierta a ridiculizar la «obra del odio» que –en palabras de Prat de la Riba– promovió el separatismo fuese aprovechada por quienes azuzan un odio reactivo contra Cataluña. La creación de Tabarnia sirvió al principio para dejar en evidencia y parodiar los ridículos lemas separatistas; pero enseguida ha empezado a albergar otros mensajes menos benéficos. Así, se presenta el territorio de esta imaginaria Tabarnia como la Cataluña moderna y dinámica, frente a la Cataluña atrasada del interior. También se señala que, mientras los territorios costeros de Barcelona y Tarragona –refractarios al independentismo– son los más prósperos y los menos subvencionados, las comarcas leridanas y gerundenses –vivero del separatismo– son las más improductivas y subsidiadas (y, por lo tanto, las que vampirizan la pujanza de la zona «tabarnense»). Estas comparaciones nos parecen incompatibles con la metodología del amor que demanda una iniciativa tan divertida como la de Tabarnia. Como a nadie se le escapa, la pobreza de esas comarcas agrícolas es consecuencia natural de los constantes ataques que las formas de vida tradicional han sufrido durante décadas, en contraste con el apoyo del que ha disfrutado la industria catalana (y después su turismo costero), lo mismo con Primo de Rivera que con la República, lo mismo con Franco que con la democracia. Y el arraigo del separatismo en la Cataluña rural quizá no sea ajeno a cierta conciencia de abandono y al absentismo estatal; tampoco, por cierto, a la actitud traidora de cierto clero marchito y declinante. Una iniciativa bienhumorada como la de Tabarnia no debería apelar a estos argumentos repulsivos y odiosos, ni resaltar la opulencia de los unos frente a la penuria de los otros. La opulencia no es signo de virtud moral (salvo entre calvinistas); alimentar agravios entre compatriotas es, en cambio, signo inequívoco de miseria moral.

Tampoco deben olvidar los impulsores de esta imaginaria Tabarnia que, aprovechando el revuelo causado por su iniciativa, muchos pescadores en río revuelto están presentando una hipotética secesión de esa Cataluña opulenta como algo legítimo, alegando que Cataluña (o España) son tan sólo marcos institucionales contingentes , que pueden desmembrarse si una generación cualquiera, en una coyuntura cualquiera, así lo decide de forma adanista. A veces hasta las ideas más ocurrentes las carga el diablo y pueden servir para abonar las tesis más amorales, arrogantes y odiosas. Los promotores de Tabarnia, si son auténticos patriotas, deberían huir de tales tesis como de la peste.

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