Reivindicación de la hidalguía

Como bien sostiene el refranero castellano, «cree el ladrón que todos son de su condición»

Ramón Pérez-Maura

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Vivimos tiempos en que la falsa corrección política ha arrasado más de lo que somos conscientes. Y entre ello está la vocación de editor de libros. Es decir, del empresario que quiere dar a conocer obras de autores quizás impopulares, quizá condenados por los medios de comunicación o la Justicia, pero personas que tienen una historia relevante que contar. Un relato que contradiga la «falsa verdad» comúnmente aceptada sin mayor aval que el de los mal llamados periodistas que cuentan historias al servicio de alguien –las más de las veces de ellos mismos–, pero no de la verdad.

El exministro de Trabajo con José María Aznar, Manuel Pimentel , patronea una editorial, Almuzara, que probablemente es la firma española de la que en los últimos años más libros han captado mi atención y he leído. El último llegó a mí días atrás: «Una lealtad real», las memorias de Manolo Prado y Colón de Carvajal. Las he leído a la carrera, las he disfrutado y me he regocijado pensando en el desencanto que habrán sufrido tantos al leerlas. Especialmente aquellos que decían que no se habían publicado hasta ahora porque eran «pura dinamita» contra la Corona. Como bien sostiene el refranero castellano, «cree el ladrón que todos son de su condición».

Prado escribió estos apuntes biográficos entre noviembre y diciembre de 2007, ya muy enfermo –expiró dos años después, el 5 de diciembre de 2009–. Era ya un hombre inmerso en la neblina de la memoria, pero con la suficiente destreza como para reivindicarse. Lo que, después de todo, suele ser la principal razón para escribir unas memorias. Hay pasajes espeluznantes en el libro, como la narración del episodio en el que perdió su brazo izquierdo. Pero, sobre todo, hay un relato de una generación, la de la Transición, en la que había una gran visión de lo que debía ser España y sus antiguos territorios de ultramar –no en vano, él había nacido en Quito de padre chileno–. Y un relato del papel que debía jugar allí la Corona.

A Manolo Prado se le ha acusado de todo tipo de corruptelas en torno al Rey Juan Carlos sin que jamás se probase ninguna. Pasó por la cárcel por sus choques con Javier de la Rosa –lo que no estoy seguro de que sea un deshonor– y tuvo una segunda condena a tres meses de prisión por el caso Gran Tibidabo. Pero dedica una parte menor a esas desgracias porque desde su hidalguía «la venganza implica no tener sentido del perdón». Y lo dice quien murió dejando a su mujer casi en la indigencia.

Prado fue, sobre todo, un gran servidor de España en la persona del Rey. Un hombre que fue utilizado para toda clase de servicios políticos discretos pagándose con frecuencia de su bolsillo, aviones, hoteles, coches y lo que fuera. Porque él tenía una visión del papel de la España de las libertades que giraba en torno a la Corona. Y ya en 2007 anticipaba que «si Don Juan Carlos tuvo su 23-F, fecha que lo confirmó como valedor de los españoles para el futuro, quizá a Don Felipe le haga falta no diré que otro 23-F, pero sí algún tsunami político que, llegado el caso, nos haga ver de nuevo que la institución monárquica es la única que mantiene unidos, como en una sardana de Norte a Sur y de Este a Oeste, a todos los españoles en el baile de los días que habrán de venir». Esta premonición de Manolo Prado se cumplió casi milimétricamente hoy hace un año, cuando el Rey se dirigió a la nación para hablar del golpe en Cataluña.

No en vano, la entrada de la Casa de Manolo Prado estaba presidida por el lema «Creo en Dios/ amo ª España/ i sirvo al Rei».

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