La Tercera

Nochebuena

«Su hijo o su nieto podrán entender que el hilo de sangre que les une lleva también consigo un amplio catálogo de historias. De entre todas ellas, la tradición que contaron los pastores, seguidos finalmente por unos magos, continúa 2019 años después marcando nuestro discurrir, fijando aquellos mojones del calendario que de verdad son hitos en el devenir de la humanidad, una crónica marcada por un antes y después de Cristo»

Bieito Rubido

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Hoy, 24 de diciembre, al margen de la climatología con que el azar de la Naturaleza decida acompañarlo, es uno de los días más hermosos del año. A pesar de la creciente secularización, de la utilización consumista de la fecha y del relativismo galopante, Nochebuena -así escrito- sigue siendo una fiesta entrañable y familiar en la que celebramos un hecho fundamental: que hace más de dos mil años nació en Belén un Niño del que nos dieron testimonio apenas una docena de pastores y que vino a remover para bien medio planeta, especialmente Occidente, ya que supuso el descenso de Dios a la Tierra. Muchos lo consideramos el acontecimiento más sobresaliente de estos dos milenios. Por eso creemos en lo que creemos, y nos comportamos como nos comportamos.

Algo más del 70 por ciento de la población española se declara católica, aunque no necesariamente practicante. De ahí que casi de manera unánime se haya asumido la iconografía que el ser humano ha creado en torno a la Navidad. Hoy somos testigos y continuadores de un buen número de tradiciones que van desde el canto de villancicos a la degustación de delicatessen diversos reservados para este día, pasando por felicitaciones y por la más que reconfortante práctica del reencuentro familiar en torno a una mesa. Querer negar todo esto viene a ser como traicionar a nuestros antepasados. Reducir la Navidad a un simple «festejo» es un desprecio a la cultura más nuestra, entendida como el proceso de cultivo y esculpido de toda una serie de creencias y tradiciones.

Es curioso que quienes se califican de cultos y se autoproclaman progresistas desprecien el fenómeno cultural de la Navidad, como también lo hacen con la Cuaresma o la Semana Santa. Ello tiene mucho que ver con la inquietante crisis de valores que padece Occidente y que arrasa con todo. Ninguna de las distintas transformaciones que padecemos es ajena a esos saltos y mutaciones culturales que ahora mismo sufrimos y que tanta angustia generan.

Más allá del solsticio de invierno y de la posible apropiación de la fecha por parte del cristianismo, la Navidad es la celebración de una de las más bellas historias jamás contadas, que es la venida a la Tierra de Jesucristo. Sobre ella cientos de millones de personas hemos formulado nuestras creencias: la de un Dios bueno, misericordioso, que se ocupa de los humildes y de los débiles. Sobre él descansa nuestro andamiaje de ideas, comportamientos y cultura, que encuentra en estos días, y hoy especialmente, su expresión más íntima y sublime. Por eso no entiendo por qué en las calles de las ciudades de España han desaparecido prácticamente las figuras de José y María en torno al Niño y se apuesta por ese árbol de luces tan prosaico y vulgar como cualquier geometría que envuelve una actividad comercial.

La tradición del belén, traída a España en su versión napolitana por la esposa de Carlos III, María Amalia de Sajonia, entronca con la historia sentimental y cultural de la mayoría de los españoles. Todavía hoy, en la inmensa mayoría de los hogares vecinos se colocan las figuras del Nacimiento. En Madrid, cuya iluminación navideña es más propia de un carnaval, se ha recuperado con el alcalde Almeida la inveterada costumbre de colocar el belén en el vestíbulo del Palacio de Cibeles. El Ayuntamiento de Madrid, su administración, como el Estado español, deben ser aconfesionales; quienes vivimos en sus territorios, no necesariamente. Podemos tener una religión, una fe. Por tanto, mientras la mayoría de los españoles creamos en el maravilloso relato de un Niño que cambió el mundo, nuestras calles pueden seguir llenándose luces y juegos de colores y de rondallas haciendo sonar las canciones navideñas. Todo ello forma parte de nuestro acervo cultural. Podemos descafeinarlo, llenarlo de materialismo y envolverlo en la parafina mercantilista del comercio, pero el mensaje original conserva toda su vigencia y es posible que, de nuevo, en los próximos años, ante la evidencia de nuestra fragilidad, volvamos la mirada a todos aquellos valores espirituales que nacieron tal día como hoy.

Resulta inquietante comprobar cómo las distintas familias reales europeas felicitan las navidades sin ningún símbolo que permita vincular esa exultación a lo que realmente ocurre: la celebración del nacimiento de Jesús. A lo largo de los siglos lo entendieron los mejores pintores, músicos, arquitectos, escultores y escritores que han dejado en herencia obras cumbre del arte. Creer que nosotros pensamos mejor y más inteligentemente que Haendel, Leonardo da Vinci o Botticelli es una pretensión bien hueca y estéril por nuestra parte.

Si me admite un consejo el amable y paciente lector, que ahora mismo comparte estas reflexiones conmigo, trate esta noche de nuevo de viajar al territorio de la nostalgia, tan sana en pequeñas dosis y en algunos momentos de la vida. Recuerde otros tiempos, tal vez con más necesidades, pero seguramente cargados de esa enorme felicidad que siempre supuso la celebración de la Nochebuena. Aproveche, entonces, para sembrar esa semilla que padres y abuelos depositaron en nuestros corazones en noche semejante a esta.

Su hijo o su nieto podrán entender que el hilo de sangre que les une lleva también consigo un amplio catálogo de historias. De entre todas ellas, la tradición que contaron los pastores, seguidos finalmente por unos magos, continúa 2019 años después marcando nuestro discurrir, fijando aquellos mojones del calendario que de verdad son hitos en el devenir de la humanidad, una crónica marcada por un antes y después de Cristo. En el fecundo territorio de la libertad, cada uno podrá contar esta noche, como en las viejas cavernas, el relato que quiera. Puede ajustarse a la verdad que nos ha traído hasta aquí. Puede deslizarse por la incultura prosaica que cambia la expresión «Feliz Navidad» por «Felices Fiestas».

Esa pérdida de emoción solo la pagan sus descendientes. Reflexione e imagine cómo, cuando pasen muchos años, en una noche como la de hoy, volverán a recordarlo y harán sonar los villancicos que siguen dejando esa huella de haber pasado por aquí, como así viene siendo desde cientos y cientos de años. Tal y como hicieron ellos, quienes nos precedieron en fechas como esta. En el recuerdo cálido de nuestros padres, a cuyo alrededor acudíamos para convencernos de que la vida y el mundo merecían, y merecen, la pena.

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Bieito Rubido es director de ABC

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