El nigromante

Más que de desenterrar a Franco se trata de revivirlo para estigmatizar a la derecha con un pecado original ficticio

Cruz en el Valle de los Caídos, en San Lorenzo del Escorial, Madrid GUILLERMO NAVARRO
Ignacio Camacho

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Blacamán el Mago era un personaje de un cuento de García Márquez que tenía la propiedad de resucitar a los muertos. Al final del relato, que en realidad es una historia fantástica de desdoblamiento de la personalidad, el hechicero acaba reviviendo a su propio alter ego, pero lo deja encerrado en su tumba para darle un macabro escarmiento. Algo parecido, pero más prosaico y menos quimérico, es lo que pretende hacer con Franco este Gobierno: devolverle la vida política organizando un ejercicio de espiritismo en su mausoleo. Sánchez, que el viernes llevará a Consejo de Ministros el expediente de desentierro, aspira a completar la obra nigromántica de Zapatero, pionero en descubrir el fabuloso poder de agitación que tienen en España los esqueletos. A base de reabrir fosas y remover huesos, la nueva izquierda ha encontrado un arsenal ideológico en nuestro pasado más funesto, justo el que la Transición logró superar mediante el perdón mutuo y el consenso. Agotada su capacidad de reinventar el futuro, el sedicente progresismo renuncia al progreso para involucionar hacia una polvorienta e improductiva estrategia de cementerios. Y no hay ninguno más atractivo que el de Cuelgamuros, con su karma tétrico y esa grandilocuente, megalómana vocación de trascendencia que expresa su esplendor siniestro.

Esta gigantesca operación de propaganda en torno al Valle de los Caídos no quiere tanto exhumar al dictador como revivirlo, reintegrarlo a la escena pública en su condición de símbolo. Es una trampa para la derecha, a la que tanto el PSOE como sus epígonos populistas y nacionalistas llevan años tratando de encapsular en la falsa herencia del franquismo. La construcción de un marco mental de retorno a la guerra civil exige la estigmatización del PP -y en la medida de lo posible también de Ciudadanos, cuyo líder fue bautizado por la jauría podemita como Falangito- con el marchamo de un pecado original ficticio que invalide a liberales y conservadores como agentes democráticos legítimos. La vieja frase irónica de Vázquez Montalbán -«contra Franco vivíamos mejor»- se ha hecho realidad con efectos retroactivos. Si los dirigentes del centro-derecha muerden ese anzuelo están perdidos: se meterán solos en la trampa a la que sus adversarios desean conducirlos.

Ignorar ese debate envenenado es, pues, la única respuesta inteligente. Que los españoles con autonomía de pensamiento saquen conclusiones propias sobre ese empeño estéril. Que el sanchismo y sus aliados se entretengan solos con su lúgubre juguete. Las últimas palabras del texto de García Márquez parecen escritas para transmitir la reflexión cesárea del presidente: «Pongo el oído en la lápida para sentirlo llorar entre los escombros… Y si acaso se ha vuelto a morir lo vuelvo a resucitar, pues la gracia del escarmiento es que siga viviendo en la sepultura mientras yo esté vivo, es decir, para siempre».

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