En manada

La violación es el único delito que obliga a quien lo padece a demostrar su inocencia

Isabel San Sebastián

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No sé qué me asquea más, si la defensa de la «manada» sanferminera, basada en invertir los papeles y presentar a la víctima como instigadora de su propio suplicio, o el hecho de que haya quien compre semejante mercancía pútrida. Desde la célebre sentencia de la minifalda no se oían cosas tan gruesas como las proferidas a las puertas de los juzgados pamploneses o las repetidas por ciertos «periodistas» abrevados con esa basura. ¿Tan enferma está esta sociedad? ¿Tan anclada en un pasado más próximo al medievo que al siglo XXI?

A ver, señores y señoras… ¡Podría haber sido mi hija o la de cualquiera de ustedes! Una chica de dieciocho años que acude a unas fiestas en las que reina el alcohol, se pasa con las copas (o con lo que quiera que tomase, es completamente irrelevante a los efectos que nos ocupan) y se encuentra de pronto frente a frente con cinco hombres hechos y derechos que prácticamente le doblan la edad. Cinco tipos que se contemplan a sí mismos como lobos, a juzgar por el nombre con el que han denominado a la pandilla, y actúan en grupo, todos a una, cual jauría en busca de una presa fácil en la que desahogar sus bajos instintos. Cinco bestias. ¿Qué otro calificativo cabe aplicar a cinco varones adultos, en pleno uso de sus facultades, que introducen en un portal a una mujer recién salida de la niñez a la que acaban de conocer, la someten a prácticas que resultarían aberrantes incluso en una película de porno duro, le roban el móvil y la dejan abandonada, en estado de shock, para seguir la juerga hasta que el cuerpo aguante? Mientras no haya sentencia firme no me es posible tildarles de criminales o violadores. La justicia dirá. Nadie me impedirá, sin embargo, tacharles de lo que son: bárbaros, infames, salvajes, cerdos, canallas, miserables hijos de Satanás. Y tampoco nadie me moverá del lado de esa muchacha, podría haber sido mi hija, sometida al doble calvario de pasar por esa experiencia terrible y verse obligada a revivirla tiempo después en la sala de un tribunal, trasladada a la plaza pública, donde lo que parece juzgarse no es la gravedad de los hechos sino su culpabilidad. ¡Inaudito!

«Si no dijo expresamente no, estaba queriendo decir sí», sostiene en resumidas cuentas el abogado contratado para conseguir la absolución de ese tropel lobuno. «Si no dijo expresamente sí, estaba diciendo no», responde con inapelable lógica el letrado de la víctima. Ahí es donde se pervierte la naturaleza del proceso para colocar el foco sobre la agredida, obligándola a rebatir los cargos que van cayendo sobre ella: provocación al ataque, conducta impropia ante sus verdugos, invitación a la violación, complicidad con los agresores, consentimiento de los abusos sufridos… ¿Debe probar la víctima de un robo que no deseaba regalar sus bienes al ladrón? ¿Y la de un atentado que no simpatiza con los terroristas? La violación es el único delito que obliga a quien lo padece a demostrar su inocencia.

Hoy entra en su fase final el juicio que ha sentado en el banquillo a los acusados de perpetrar una agresión sexual en manada durante las fiestas de San Fermín. La última palabra será para el defensor, empeñado en convencernos de que la chica, podría haber sido mi hija o la de cualquiera de ustedes, deseaba ardientemente participar de esa violencia. Para desacreditarla. Bien está que respetemos la presunción de inocencia y el derecho de todo imputado a una defensa justa, pero permítanme que sienta náuseas ante el hedor de esa porquería.

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