Maestros

Mi mentor literario fue un catalán de lengua y cuna, además de gran profesor de español

Jon Juaristi

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Un signo del inminente regreso de mi generación, la de aquel sesenta y ocho del que pronto se cumplirá medio siglo, a la tierra y a la ceniza, es la desaparición de sus últimos maestros. El que me quedaba, que fue el primero de los que tuve, murió en la noche del jueves al viernes. Su nombre nada dirá a la mayoría de mis lectores, y sin embargo es el culpable de que me lean o me hayan leído alguna vez. Agustín Arquer, del que he tratado por extenso en mis memorias, fue mi profesor de Lengua y Literatura en el bachillerato. A él le debo haber renunciado a mis veleidades científico-técnicas de adolescencia por las humanidades, que me han proporcionado una vida modesta en lo material pero razonablemente feliz.

Recién licenciado en Filología Románica, Agustín Arquer apareció, allá a comienzos de los sesenta, en el colegio vizcaíno donde yo estudiaba. Venía de Barcelona, en cuya Universidad (sólo había una por entonces en Cataluña) se había titulado. En aquella Facultad de Filosofía y Letras que Pere Gimferrer evoca en sus versos, fue compañero de curso de su gran amigo Eugenio Trías y, ya en la especialidad, de Andrés Amorós y de Francisco Rico, entre otros. Barcelonés y catalanohablante de cuna, me descubrió la poesía de Verdaguer y de Maragall, de Riba y de Carner, de Foix y de Salvat-Papasseit, pero también la literatura española contemporánea, de la que él, por entonces, admiraba en particular a Cela y a Azorín. Era también un gran cinéfilo (y cuñado de Jorge Grau, del que había aprendido mucho). Agustín destacaba especialmente por su hondo sentido de la libertad, algo verdaderamente raro en aquellos años y en aquel medio. Así lo recordamos muchos de quienes fuimos sus alumnos en un centro que reunía gente de lo más variado dentro de un orden: desde Pedro Morenés a Javier Nart, o desde Germán Yanke a Juan María Nin. A Germán y a mí, Agustín nos inició en el periodismo a través del club de prensa que creó y sostuvo durante una larga década y del que salieron varias figuras del periodismo bilbaíno, hoy jubilados o a las puertas de la jubilación.

Yo creo que, con independencia de la eficacia que siempre demostró Agustín Arquer como enseñante de unas materias escolares concretas, la raíz de su magisterio estuvo siempre en la certeza moral de que la literatura y las humanidades en general no son inútiles, como se sostiene tanto desde un elitismo desconcertado como desde un utilitarismo nivelador y bárbaro, sino absolutamente necesarias para una política fundamentada en la libre expresión y en la deliberación en el ágora. La libertad es la continuación de la literatura por otros medios o quizás a la inversa. No hay libertad civil sin imaginación, es decir, sin lectura, sin interpretación pactada y, a la larga, sin libre examen. Es lo que Agustín intentó enseñar a numerosas promociones de bachilleres, primero en un colegio privado católico y, por qué no decirlo, elitista. Después, durante la mayor parte de su ejercicio profesional, en centros públicos. Se jubiló hace una decada en el Instituto de Chiclana donde tuvo su cátedra, pero enseñó durante muchos años en institutos españoles del exterior: en Marruecos, en Cerdeña y en Lyon. Sus últimos años los pasó trabajando en un libro de comentarios de texto de la literatura española canónica y precanónica (tuvo siempre una intuición extraordinaria para adivinar qué novedades literarias quedarían como verdaderamente importantes). Trabajó en ello hasta el final, a pesar de la amargura y el asco -esa era su palabra, siempre tan precisa- que le produjo la escalada secesionista en su tierra natal. Que la de la patria suya y mía le sea leve.

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