Rosa Belmonte

Se hablan idiomas por señas

El lenguaje se queda en nada. Aunque siempre podría ser peor que eligieran paz como palabra del año

Rosa Belmonte
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CUANDO De Gaulle decía que Bélgica era un país inventado por los ingleses para fastidiar a los franceses no se estaba adelantando al yihadismo Schengen. Sobre todo porque nada tienen que ver los ingleses en lo de ahora, salvo por ser igual de víctimas del multiculturalismo y de la hospitalidad sin reglas claras (y por prestarse también a «dar la brasserie», en expresión de Hughes, con La Marsellesa en karaoke). Lo que Alain Finkielkraut dice de Francia sirve para cualquier país occidental en la misma situación. Lo importante es que no se ha diseñado una política escolar digna de ese nombre. «Es en la escuela donde Francia se presenta a los niños, que son, como ha escrito Hannah Arendt, no solamente seres inacabados, sino, especialmente, seres recién llegados a la Tierra.

Tanto la derecha como la izquierda han abandonado toda ambición educativa. En lugar de cultivar a los alumnos enseñándoles toda la sabiduría de un mundo más viejo que ellos, se les empuja a que se construyan su propio saber, abdicando poco a poco de toda autoridad». Y hemos llegado a una clara situación de enfrentamiento. El propio filósofo francés dice en su último libro, La seule exactitude (todavía no publicado en España), que «la yihad ha establecido un muro entre el mundo árabe-musulmán y nosotros».

Pero llega Manuela Carmena, a la que sólo le falta llevar túnica, una vela y cantar en la silueta de un pino la canción de la Coca Cola («al mundo entero quiero dar un mensaje de paz»), y reclama empatía. Que, bueno, mejor eso que reclamar impuestos nuevos. «Sólo acabaremos con la barbarie cuando en la mente y en el corazón de los que desprecian la vida de los demás y la suya se abra el camino de considerar que somos hombres y mujeres como ellos». Si fueran gorilas o venados no estaríamos con estas discusiones. Aunque vendrían los de PETA a defenderlos. También es verdad que Angela Merkel, desmarcándose de Hollande, no ha articulado palabras menos melosas (a los alemanes, la «guerra total» de Sarkozy les suena a Goebbels en su discurso del 18 de febrero de 1943). Una cosa es el chamberlainismo del siglo XXI contra la barbarie medieval y otra que seamos hombres y mujeres como ellos. Yo me siento ajena a los terroristas. Y también a los que van al Circo del Sol o dejan ositos de peluche en las aceras, pero no creo que a estos haya que exterminarlos. Puedo tener empatía forzada y civilizada con la cursilería, con el bobo de Justino (el del Gordo de Navidad, esa promoción cínica que hace el Estado del pensamiento mágico) y hasta con los que escriben emoticonos. Con los criminales, no. En eso soy más de Bilardo que de Churchill. Pisarlos.

Pero llegan los diccionarios Oxford y sueltan que la palabra del año es un emoticono, un pictograma, la renovación del «Se hablan idiomas por señas» en la pizarra del bar que Luis Carandell sacaba en su Celtiberia Show. El elegido es el de «cara con lágrimas de alegría». Y una se siente En pie con el puño en alto, como Mary McDonnell en Bailando con lobos. Aseguran que es la «palabra» que mejor refleja el estado anímico y las preocupaciones de 2015. Y el emoji más usado. Es reconfortante que el estado anímico de este año haya sido llorar de risa. Pero que la palabra del año sea un dibujo es terrible. Es como cuando María Dolores Pradera sacó su primer disco en formato cedé. En un viaje a México se lo llevó a Lola Beltrán de regalo y esta le dijo: «Ay, Dolores, nos hemos quedado en nada». El lenguaje se queda en nada. Aunque siempre podría ser peor que eligieran paz como palabra del año.

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