Tribuna Abierta

Monarquía vs República

¿Cuál de las dos fórmulas es la idónea? Empezaría por lo que, en mi opinión, es el quid de la cuestión: la independencia

El Congreso de los Diputados Jaime García

Francisco Hinojosa Teba

En 1930, José Ortega y Gasset sentenció «delenda est monarchia» (monarquía destruida). No le faltaba razón al insigne filósofo para proclamar la caída de la monarquía, encarnada en ese momento en la figura del rey Alfonso XIII. Había causas más que suficientes desde los reinados de Fernando VII y su hija Isabel II. El «Deseado» traicionó al pueblo que había puesto en sus manos una monarquía constitucional, y su pupila Isabel hubo de ser destronada por los liberales reformistas por causa de su mediocridad y total carencia de cualidades para ser la jefa del Estado. Es sabido que Ortega y quienes lo acompañaron en el impulso de la república, fueron traicionados igual que los constitucionalistas de 1812, pues la II República, desde su proclamación en abril de 1931, no hizo nada para contrarrestar los ataques a los valores democráticos de ciertos partidos que actuaban guiados por el comunismo soviético. Desde el principio empezaron los actos que traerían su destrucción y en poco tiempo dieron al traste con ciertos proyectos que algunos políticos y legisladores habían puesto en marcha para la modernización y democratización de España.

Pero hoy, noventa años después, también me atrevo a decir que el señor Ortega, si estuviese aquí, cambiaría su frase delenda est monarchía por monarquía versus república. Mucho han cambiado las cosas, por supuesto. La España democrática construida desde la transición, a partir de 1975, y configurada en la Constitución de 1978, se ve amenazada por movimientos políticos e ideológicos que desprecian el valor de la norma suprema que en su día fue aprobada por la inmensa mayoría de los españoles, y lo hacen presentando a la monarquía parlamentaria como obsoleta y antidemocrática a pesar de que lo hacen con un discurso populista y demagógico —los unos— y desde movimientos independentistas y rupturistas —los otros—.

Llegados a este punto, convendría hacer un sintético análisis de ambas formas de Estado. El primer pensamiento de todo demócrata seguramente será que es más democrático que el jefe del Estado lo elija el pueblo, en el que radica la soberanía popular, y no que venga impuesto por sucesión dinástica. Ciertamente, pero para el análisis que propongo empezaría por observar el funcionamiento de la jefatura del Estado en ambos sistemas, puntualizando que, respecto de las repúblicas, me atendré a aquellas en las que el presidente es elegido por el Parlamento (no por elecciones directas), como por ejemplo Alemania o Italia, y que las funciones que tiene son similares a las de los reyes de las monarquías parlamentarias: representación, arbitraje y moderación, pero sin poder ejecutivo.

Estimo que cualquiera de las dos fórmulas es adecuada para un mejor funcionamiento democrático. La figura de un jefe de Estado sin poder ejecutivo, al que rinda cuentas (por así decirlo) el jefe del gobierno, es garante de la democracia, pues aparte del control efectivo por el Parlamento, el hecho de existir una figura institucional independiente más alta que el jefe del gobierno, siempre podrá ser un escollo para los posibles devaneos o actitudes vanidosas de quien dirige el gobierno. Por tanto, ¿cuál de las dos fórmulas es la idónea? Empezaría por lo que, en mi opinión, es el quid de la cuestión: la independencia. Esta característica presenta ribetes diferentes entre el presidente de una república y el rey de una monarquía parlamentaria. En una república la independencia del presidente es cuestionable, pues la elección del mismo por el Parlamento, en el que el mayor peso lo tendrá el partido con más representantes, implicará, presumiblemente, que la persona tendrá una ideología política públicamente conocida lo que, probablemente, dificultará un hacer sin fisuras para la totalidad del pueblo y, además, en todo caso, adolecerá de la apariencia de independencia que debe impregnar al cargo. El rey, por el contrario, es independiente por su propia naturaleza. Esto no significa que la persona que lleva la corona no tenga ideología, pues la tendrá, pero no se la presupone, ni le viene dada por afiliación política, por lo que goza, desde su proclamación, de la apariencia de independencia.

Otro aspecto a considerar es la cualidad o el acierto que asista a la persona en cuestión que ostente en cada momento el cargo, tanto en la república como en la monarquía. A favor del presidente de una república está el hecho de su temporalidad: es elegido para un período determinado, por lo que si en el desempeño del cargo ha errado en sus funciones la sustitución de la persona soluciona el problema. Sin embargo, en el caso de la monarquía no hay temporalidad, el monarca recibe la corona para toda su vida, aunque le asista la opción de abdicar; es más difícil, por tanto, cambiar la persona, pues solo se le puede destronar mediante una reforma constitucional o una revolución. Pero a favor de la monarquía (y en esto debo referirme a las actuales que rigen en países desarrollados europeos como Suecia, Dinamarca, Noruega, Holanda, Bélgica, Reino Unido y por supuesto España) cabe citar la preparación y la educación que recibe desde la infancia el que será llamado en su día a suceder a quien le precede en el cargo.

Independientemente de los aciertos o desvaríos que el rey o reina puedan tener en su vida privada (que los tienen, como cualquier ser humano), lo importante, lo trascendente, debe ser la actuación como jefe del Estado, la pulcritud de sus actos y la concordancia de los mismos con la Constitución, lo que pone al monarca en la tesitura de tener que ganarse el puesto día a día, de manera que, si en algún momento fallase, habría causa para plantear un cambio de régimen. En España, en estos momentos, el rey Felipe VI sufre las consecuencias de los actos inapropiados de su padre y antecesor el rey Juan Carlos (aunque esos actos no pueden dejar sin efecto la trayectoria de este monarca en el período de la transición y en otras situaciones en las que defendió la Constitución y la democracia). El actual rey ha sabido estar en su sitio desde su proclamación y ha cumplido impecablemente con su papel institucional, por eso, dada la delicada situación política en la que nos encontramos, sería aconsejable no alentar reformas que podrían traer más perjuicios que beneficios, ni hacer proclamas inviables en este momento que solo pueden conducir a la crispación y a la confusión.

Es probable que en un futuro todos los países desarrollados, incluida España, estén constituidos en repúblicas, máxime cuando las identidades nacionales sean sustituidas por otras supranacionales como es de esperar que ocurra en la Unión Europea y otras confederaciones cuando ostenten todo el poder político.

Quizás entonces se añore, desde un sentir puramente romántico, lo que representaron las monarquías constitucionales: el amor al devenir histórico, la solemnidad, la tradición; y la encarnación en la figura del monarca, ante el resto del mundo, de los hitos que engrandecieron los reinos a lo largo de los siglos. En el caso de España, no me resisto a citar los que acaecieron en los reinados de los reyes Isabel y Fernando y los de sus inmediatos sucesores Carlos I y Felipe II.

Como epílogo a este análisis creo que es oportuno citar la situación que vivimos en este momento en España: polarización de la política; mediocridad o más bien ineptitud de los dirigentes del Estado; presencia de partidos populistas que influyen en los gobiernos abanderando reformas legislativas carentes de todo sentido común, apoyadas en falsos progresos; y movimientos nacionalistas que retuercen hasta el límite la tolerancia que la democracia que emana de la Constitución les otorga. Así las cosas, creo que no me equivoco si afirmo que a la gran mayoría de los españoles nos aterra pensar qué ocurriría en España si en las circunstancias actuales sobreviniese un cambio de régimen: mi reflexión es que la monarquía constitucional debe defenderse frente a una hipotética nueva república.

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