GUY SORMAN

¿Está pasando algo en lugar de nada?

«Nuestras sociedades no están atravesando ninguna crisis importante de la economía o la democracia; las dos funcionan más o menos, no hay un desempleo masivo para constituir tropas fascistas»

CARBAJO
Guy Sorman

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El título de esta columna está inspirado en el filósofo alemán Leibniz, que se preguntaba sobre la improbable existencia del Universo. Le pareció que la respuesta estaba en Dios: precisamente porque Dios existe, pasa algo en lugar de nada. ¿Pero por qué debería Dios existir en lugar de no existir? Estas reflexiones parecerán muy alejadas de la actualidad que nos ocupa en esta crónica del lunes y, sin embargo, es la actualidad lo que me lleva a plantear estas cuestiones en apariencia abstractas. En este momento, en efecto, todos los analistas, en Occidente y en otros lugares, se preguntan si la resurrección del nacionalismo y el populismo es un fenómeno real, si realmente existen o si no son más que un invento de los periodistas para reagrupar en un conjunto coherente unos fenómenos distintos y pasajeros.

En este intento de interpretación global, una ensayista reputada en Estados Unidos, Michiko Kakutani, acaba de publicar un libro titulado «La muerte de la verdad», en el que define nuestra época como una nueva Edad Media en la que Donald Trump no sería un accidente electoral, sino el anuncio de la decadencia de Occidente. Me parece una extraña profecía. Kakutani explica que Obama fue la representación de la Ilustración y Trump, de la oscuridad. No sé si esta imagen piadosa es precisa, pero me resulta difícil mezclar un resultado electoral, en el que Trump obtuvo la minoría, con el cambio de la civilización.

Supongamos que Trump no es un percance en el recorrido, fortuito y reversible, y admitamos, con esta autora, que el surgir de los populismos aquí y allá no es una mera coincidencia. Pero entonces, ¿cómo se entiende la elección de Emmanuel Macron y la persistencia de Angela Merkel? ¿Las brumas de la nueva Edad Media cubren solo a Estados Unidos, Hungría, Polonia, Rusia, Italia y Turquía, pero no a España, Francia o el norte de Europa? Una Edad Media con una geografía variable no es convincente, porque lo que unos votantes hacen, otros lo pueden deshacer. Además, los populistas, una vez que se enfrentan al poder, dejan de serlo, como Alexis Tsipras en Grecia.

Interpretar la época en que se vive siempre es difícil. Recordemos las aventuras en Waterloo de Fabricio, el protagonista de una de las novelas más famosas de la literatura francesa, «La cartuja de Parma». Fabricio es un joven soldado del Ejército de Napoleón que se encuentra en 1815 en el corazón de la batalla, que no es más que furor y barahúnda. El joven no entiende nada sobre la estrategia de sus oficiales; milagrosamente, escapa y sobrevive. Con posterioridad, pero solo con posterioridad, se entera de que ha participado en la batalla de Waterloo, que, como sabremos luego, señala el final de la época revolucionaria y abre el camino a un siglo de relativa paz en Europa. «Fabricio en Waterloo» se ha convertido en una metáfora para describir los acontecimientos en los que uno participa o a los que asiste, pero que solo tendrán sentido más adelante, dependiendo de sus consecuencias o de la forma en que los historiadores los expliquen. Todos somos Fabricio en Waterloo, empezando por los periodistas.

No obstante, podemos intentar distinguir lo verdadero de lo falso y lo razonable de lo excesivo. Así, me parece excesivo decir que Trump, u Orban, representan el fascismo. El fascismo pertenece a una época y a unas circunstancias diferentes. Aunque el vocabulario de Trump coincida con el de Mussolini cuando pretende ser «la voz del pueblo» o emplee también el de Lenin («los periodistas son los enemigos del pueblo»), la similitud termina ahí. Veo, de hecho, tres diferencias fundamentales entre los líderes populistas de hoy y los de la década de 1930.

Trump y los trumpistas no proponen ninguna visión alternativa de la sociedad; no son ideólogos, no quieren sustituir las sociedades actuales con un mundo nuevo y no son revolucionarios, ya que todos se mantienen dentro del marco de las instituciones actuales, la democracia y la economía de mercado.

Otra diferencia es que nuestras sociedades no están atravesando ninguna crisis importante de la economía o la democracia; las dos funcionan más o menos, no hay un desempleo masivo para constituir tropas fascistas. Finalmente, todos los líderes fascistas de la década de 1930 preparaban la guerra como el fin último; su ideología, en lo esencial, servía para movilizar al pueblo ante la perspectiva de conflictos militares. Este no es el caso en la actualidad. Los enemigos designados por los trumpistas son muy teóricos: los medios de comunicación, la tecnocracia europea, las fronteras de Schengen.

Sin caer en el irenismo, no creo que el debate político actual sea más violento que antes cuando, por ejemplo, una cuarta parte de los franceses votaba al Partido Comunista (hasta la década de 1980). No distingo ninguna nube tan amenazante como pudiera serlo el bolchevismo, el nazismo o la Guerra Civil española. Lo que caracteriza nuestro tiempo no es tanto la renovación del fascismo como la amplificación de los discursos exagerados a través de las redes sociales. Quizá también yo sea un Fabricio en Waterloo, pero concluiré con una cita de Karl Marx: «La historia se repite dos veces, primero como una tragedia y luego como una farsa». ¿Es el trumpismo una tragedia o una farsa? Yo me inclino por lo segundo, con el presidente estadounidense en el papel de payaso.

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