David Gistau

Espacio vital

Entraron en el pueblo tractores como los de la ONU para el desescombro del teatro de guerra

David Gistau
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Con mi presbicia, mis tres lesiones crónicas y mi parietal canoso, el domingo me levanté temprano para leer la prensa en una cafetería. Estaba en el bucólico pueblo de mis escapadas. Que el domingo lo era menos –menos bucólico, no menos pueblo–, ya que había sido arrasado por las fiestas patronales y la calles eran un muladar. Las suelas de los zapatos se quedaban pegadas, pero no por adherirse a la cera, como ocurre en Semana Santa en las ciudades donde ésta es derramada. Tantos vidrios rotos había que uno se sentía un faquir. Personas de las diurnas éramos escasas en ese instante en que los garitos aún se vaciaban de tipos a los que la mirada se les había hecho desorbitada, y la barba espesa, bailando el "Despacito".

El espectáculo humano era tan interesante que los periódicos se me quedaron intactos. Para evitar que los chavales se metieran en las carreteras borrachos, la Guardia Civil había colocado controles en las tres salidas. En la carretera de Santillana, a los que soplaban los iban apartando a un parking cercano, donde se quedaban dormidos o se sumaban a un partido de fútbol improvisado con el balón que alguien llevaba en el maletero. El cerco de la Guardia Civil era estricto, sólo era posible evitarlo saliendo del pueblo a nado. Como corrió la noticia, las pandillas de borrachos decidieron no coger el coche y se quedaron atrapadas dentro, como en un pueblo sitiado del cual no hay escapatoria, justo en la inminencia de su caída, cuando cada uno rapiña lo que puede. Sólo faltaba que la Guardia Civil comenzara a catapultar dentro a los beodos capturados para demoler la moral y propagar la peste.

Existe el axioma noctámbulo, válido para la edad de las pandillas, de que, a partir de cierta hora, quien no ha conseguido novia se busca una pelea (algo hay que contar). Comprimidas por la Guardia Civil, encerradas en un mismo espacio, las pandillas convirtieron mi bucólico pueblo en el patio de una cárcel donde hasta las meadas se volvieron territoriales. Hay que decir que, cansados y hambrientos los mozos como ya lo estaban, los desafíos camorristas eran algo desganados. Ejecutados más por no defraudar el cliché que por un enojo verdadero. Y que las reconciliaciones entre pandillas eran tan teatrales y beodas como las mismas provocaciones: un cuadro de Genovés en cada porción de las plazas. También contribuyeron unos cuantos jubilados con cachaba que se erigieron en intermediarios para la resolución de conflictos y lograron acuerdos de paz justo cuando las hostilidades parecían inevitables.

La mañana avanzó. Los zombis desaparecieron poco a poco. La Guardia Civil relajó los controles. Entraron en el pueblo tractores como los de la ONU para el desescombro del teatro de guerra. Respiré hondo, complacido por la recuperación del bucolismo y del tañido de las campanas. Qué ingenuo. Como en un relevo de hordas, por las carreteras empezaron a entrar los bañistas dominicales, que también libran terribles guerras por el espacio vital.

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