EDITORIAL

Rusia no tolera la libertad

Vladímir Putin debería preguntarse por qué todos los países que en el pasado estuvieron subordinados a Moscú se alejan a toda prisa en cuanto alcanzan la libertad

Editorial ABC

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La demostración de fuerza que desde el pasado diciembre lleva a cabo Rusia en torno a Ucrania no tiene más explicación que la voluntad de Vladímir Putin de amenazar a Occidente. No hay ninguna razón objetiva que justifique un despliegue de estas características, salvo su obsesión por encender la llama del nacionalismo ruso y, con él, las nostalgias del pasado soviético para asfixiar a la disidencia política como medio de asegurarse las riendas del poder en Moscú de por vida. Sus advertencias públicas sobre un posible ataque fulgurante contra los europeos, usando las armas nucleares que ayer mismo exhibió en unas maniobras, son impropias de un dirigente respetable y entran de lleno en lo que se puede calificar de matonismo.

La pregunta que debería hacerse Putin no es tanto por qué percibe que los límites de la Alianza Atlántica se han acercado a sus fronteras, sino por qué todos los países que en el pasado estuvieron subordinados a Moscú se alejan a toda prisa en cuanto alcanzan la libertad, empezando por Ucrania, un país con vínculos muy poderosos con la esencia misma de Rusia. A pesar de todas sus limitaciones y deficiencias, y después de que Rusia le arrebatase por la fuerza una parte de su territorio, Ucrania ha elegido acercarse a Occidente e intentar construir un sistema democrático, algo que resulta insoportable para la autocracia que gobierna el Kremlin.

Tal como reafirmó ayer mismo en Múnich la vicepresidenta de Estados Unidos, Kamala Harris, si el dirigente ruso iniciara una agresión contra Ucrania se aplicaría una serie de sanciones económicas como no se han conocido hasta ahora, y además se haría inevitable que la OTAN reforzase su flanco oriental, que es lo que el Kremlin considera más hiriente para sus intereses. Si realmente Putin no tiene intención de invadir Ucrania, como dice, sería muy fácil para él reducir las tensiones con un rápido repliegue de sus militares para que el diálogo diplomático tenga lugar sin amenazas ni coacciones. También sería positivo que pusiera fin a todas las maniobras de propaganda hostil con que pretende -hasta ahora sin éxito- dividir a los europeos. Y finalmente debería admitir que todo país independiente tiene derecho a escoger a sus aliados, y que entre naciones civilizadas las diferencias siempre se pueden resolver pacíficamente, porque exigir garantías por escrito de una supuesta ‘finlandización’ de este país, como pide Putin, es sencillamente imposible.

Insistiendo en la presión militar, el Kremlin no solo está despilfarrando los preciosos recursos económicos que necesitan los rusos, sino que está aumentando también las posibilidades de que se produzca una chispa, siquiera por accidente, que provocaría una conflagración y devolvería a las tinieblas a medio planeta. Las guerras empiezan siempre mal y terminan peor. Ucrania no es Chechenia, y a Rusia no le serviría de nada invadir a su vecino si luego tuviera que someter por la fuerza a los ucranianos, ni tendría ningún interés ocupar un país devastado. Todavía no ha sucedido nada irreversible, y si Vladímir Putin quisiera realmente lo mejor para Rusia debería detener inmediatamente esta terrible dinámica de la guerra que él mismo ha reconocido que no podría tener ningún vencedor. Rusia merece también otro futuro como sociedad abierta, moderna y civilizada. Tiene los medios para alcanzarlo, de manera que la atracción que ejercería a su alrededor no estaría basada en la amenaza o la coacción, sino en la admiración y el respeto.

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