Cara y cruz en el relevo del TC

Hace falta que el Tribunal Constitucional resuelva, pero también que lidere la defensa del orden constitucional. Es una institución del Estado, no un espectador del Estado

Editorial ABC

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El Gobierno y el Partido Popular deberían ser conscientes de la necesidad de renovar el Tribunal Constitucional con la designación de los sucesores de Juan José González Rivas, presidente actual, Encarnación Roca, Andrés Ollero y Fernando Valdés, quien renunció a su cargo. A la lentitud exasperante de este tribunal se une la sensación de precariedad que transmite su composición actual, cruzada con listas de espera para entrar y salir, y con la presidencia en el aire. Sin duda alguna, este es más un problema de percepción institucional que de ejercicio de funciones, que se mantienen plenamente intactas en manos de los magistrados actuales. Con el llamamiento a la renovación del TC se trata de mantener la vitalidad de un órgano creado para cumplir una función vigilante sobre el respeto a la Carta Magna. Una democracia constitucional vive en tensión continua entre el cumplimiento de la Constitución y el ejercicio de los poderes políticos por el Gobierno y el Parlamento. El árbitro no puede ausentarse en medio del partido.

Es evidente que una renovación del TC en el momento actual puede alterar el sesgo conservador que se atribuye a la mayoría de sus magistrados y que, por tanto, no solo estaríamos ante una renovación de personas, sino también de tendencia ideológica. Es sabido que están pendientes asuntos muy relevantes para la vida pública española, como los recursos contra la ley del aborto -más de diez años archivado en el TC- y la prisión permanente revisable. También para la clase política, como las dudas sobre la legalidad de ciertos juramentos emitidos por parlamentarios independentistas y de izquierda en el Congreso de los Diputados. Convendría que este recurso fuera resuelto antes de que acabe la legislatura, porque en otro caso perderá su razón de ser política.

Y faltan por decidirse los recursos contra los decretos de estado de alarma aprobados por el Gobierno en 2020, vigente el último hasta el pasado 9 de mayo. El debate fundamental sobre las restricciones de derechos y libertades de los ciudadanos no debería estar situado en las salas de lo contencioso-administrativo de los tribunales superiores de justicia, sino en el pleno del TC, porque su jurisprudencia en esta materia es vinculante para todos los órganos de la justicia ordinaria. Hace falta que el TC resuelva, pero también que lidere la defensa del orden constitucional. Es una institución del Estado, no un espectador del Estado; y se debe a las necesidades de la sociedad española, como cualquier otra institución del sistema democrático.

Si hay algún temor en el seno del propio TC por los efectos de la renovación en la senda que puedan tomar las decisiones en esos asuntos pendientes, la solución es tan fácil como que sus magistrados actuales aceleren los debates, presenten las ponencias necesarias y dicten sentencia en todos ellos. En todo caso, hay que presumir que el TC siempre resuelve con arreglo a la Constitución y a su propia doctrina. Pero si entre los magistrados hay un cierto decaimiento que no permite a la institución estar en condiciones de asumir su responsabilidad con la tensión que exige el momento -y puede asumirla, porque lo está haciendo con los recursos de los condenados por el ‘procés’-, entonces la renovación es inaplazable, con las consecuencias que sean pertinentes sobre los asuntos que están en la mesa de los magistrados. No cabe ya tacticismo cuando lo que está en juego es la propia función del TC en el sistema de garantías del Estado constitucional.

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