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Adoctrinamiento de manual

El Gobierno pretende fabricar niños de obediencia debida a una filosofía de vida según la cual solo el socialismo es asimilable al bien común, al progreso y al desarrollo

Editorial ABC

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Suele decirse que una cosa es la intencionalidad política de las grandes leyes de cada partido y otra diferente, la reglamentación concreta que después se haga para desarrollarlas y ponerlas en práctica. Con la ley de Educación impulsada en su día por la entonces ministra Isabel Celaá, hoy sorprendente embajadora ante la Santa Sede, la generalidad del objetivo estaba clara: imponer un sectarismo educativo a la medida de la izquierda por encima de todo aquello que represente el esfuerzo, el mérito, la sana competencia entre alumnos, la autoridad del profesorado y, sobre todo, la mejora de los altos índices de fracaso escolar respecto a otros países. Sobran desde hace años prestigiosos informes internacionales que lo acreditan. La función de Celaá era dinamitar la ‘ley Wert’ aprobada por el PP, y dar la vuelta al sistema educativo como un calcetín con la primacía de un supuesto progresismo ideológico. Y bien que lo hizo Celaá: en mitad de la pandemia, con un Congreso semicerrado y sin apenas actividad, sin contar con el criterio de la comunidad educativa durante los trabajos parlamentarios en comisión, y asimilando cualquier principio que no se correspondiese con su norma con el más puro fascismo educativo. De toda aquella falsedad surgen ahora los decretos que van desarrollando los aspectos sustanciales de la ley. Y es bajando al detalle donde solo cabe asumir que lo que ha puesto en marcha el Gobierno es una auténtica batalla cultural contra la historia y a favor de la manipulación ideológica más burda que jamás se dio en una ley educativa.

En este caso, el decreto de la ‘ley Celaá’ que afecta a la educación primaria es aún más irreflexivo e inútil que la propia globalidad de la ley. El Gobierno no quiere niños que aprendan, reflexionen, interrelacionen ideas o aumenten su creatividad, sino autómatas del pensamiento único, por supuesto de la izquierda más extrema, con la excusa de dar una pátina de progresismo allí donde la política debería ser lo de menos, en los colegios. Buena parte de los contenidos están viciados por las políticas de género, absolutamente desiguales, por cierto, promocionadas por La Moncloa. Atribuir a las Matemáticas o la Prehistoria consideraciones de género sexista es tan absurdo que pronto seremos el hazmerreír de Europa en una asignatura tan relevante. El término ‘familia’ resulta tan controvertido que hay que marginarlo. Y no podía faltar en los contenidos históricos, lingüísticos o sociales la mancha de una ‘memoria democrática’ a la medida del sanchismo para imponer el ya clásico revisionismo revanchista de una España cainita en la que la derecha es sibilinamente criminalizada. Incluso, una parte sustancial del decreto alerta contra la mala práxis del plagio, lo cual es el colmo de la hipocresía proveniendo de un Gobierno cuyo presidente copió sin misericordia partes relevantes de su tesis doctoral. Más que a paradoja, suena a tomadura de pelo.

Lo grave ya no es la contaminación de toda la educación con los mitos, leyendas y mantras del sanchismo. Ni siquiera el tufo autoritario e intervencionista de una educación cada vez menos libre, de peor calidad técnica, permisiva con el fracaso escolar, y comprensiva en general con la filosofía de que suspender nunca es un problema. Lo grave es que se pretende fabricar niños de obediencia debida a una filosofía de vida según la cual solo el socialismo es asimilable al bien común, al progreso y al desarrollo, y por supuesto a la gran mentira de que contribuye a la mejor formación de nuestro alumnado.

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