Calamaro, en la barrera

Vuelve cada primavera para buscar en los toros una última certidumbre

Luis Ventoso

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Andrés Calamaro, cuyo indómito matojo de pelo ha encanecido un poco, peina ya -o despeina- 56 años y forma parte del patrimonio de la canción en español. Es monumento en vida, aunque la expresión le arrancaría una sonrisa entre dudosa, irónica y cansada. Ha visto de todo y ha hecho de todo, viene de vuelta. Como un Dylan porteño, ha catado la vida recta del padre de familia y también los abismos insomnes y psicodélicos, de los que emergió castigado, pero cargado de versos sugerentes, como un buceador de perlas que desciende a honduras de pronóstico dudoso. Ha probado a practicar la estabilidad feliz de la monogamia y también la feliz inestabilidad de lo que Dylan llamaba «los rostros por la calle», los lances amatorios fortuitos. Resulta un conversador prolijo, variado y de un enciclopedismo autodidacta, algo borgiano, con una curiosidad bulímica por todo lo humano. A ratos se manifiesta como un lector voraz (hace un par de años se enganchó a lo que él llama con coquetería «la novela francesa») y aunque el pop le ha llenado la cuenta, uno siempre sospecha que lo único que ya lo colma es el jazz. Es abstemio por viejo imperativo médico, por tanto más de humos y mates que de espirituosos, y un gastrónomo de buen diente, que no hace melindres a los poderosos huevos rotos de su querido Lucio. Izquierdista un tanto desencantado, sospecha a que a determinada edad la cordura tal vez se apellide conservadurismo liberal, aunque manifestar esa opción hoy te arroja al cruel escarnio tuitero. Andrés viene de hogar culto y progresista: su padre fue un longevo abogado y ensayista, un erudito que murió a los 98 y que tuvo su influencia en el pensamiento político argentino como uno de los padres del «desarrollismo». Su madre, aún activa rumbo a centenaria, fue una pionera de los tratamientos de salud corporal.

Soltada lo anterior, vamos a lo importante. En el cambio de siglo trabajé en un periódico madrileño donde Calamaro era articulista semanal. Escribía con sus compinches un página que se llamaba Fin del Mundo, libérrima, loca, y en cuyos fogones olía a humo jamaicano. Uno de los de aquel clan me susurró una vez el dato clave sobre Calamaro: «A diferencia de otros muchos, Andrés es muy buena persona». Hoy, andando el tiempo, sé que era verdad. Y nada mejor se puede decir de un ser humano.

Calamaro vive a caballo entre Buenos Aires y Madrid. Es un argentino que quiso ser también español. Cada primavera aterriza en Madrid para acodarse en la barrera de Las Ventas, donde contempla el albero muy atento, con ojo cada vez más experto. La semana pasada coincidió en el tendido con el Rey Felipe. Se miraron a los ojos y se chocaron por dos veces las cinco. Calamaro ha intimado con matadores de fuste y recorre las plazas del país, las mejores y las que no lo son tanto. En los toros busca una última certidumbre, un ancla de eternidad, tal vez condenada en estos tiempos ridículos de emociones tipo clínex. Un Rey y un músico miran pasar los toros. Al fondo, todavía, un país extraordinario. Creo que se llama España...

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