Luis Ventoso

Armando y su guerra

Fue un gran contramaestre que modernizó la prensa con su ingenio

Luis Ventoso
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Les voy a contar un secreto: no todos los avances de España han salido de Madrid o Barcelona. Ayer se fue Armando Fernández-Xesta, con solo 73 años. Su nombre no es conocido por el gran público, pero se trata de uno de los innovadores que hicieron avanzar a nuestra prensa. «El Correo» y «La Voz de Galicia» disfrutaron de su ingenio elegante, de su facilidad para encontrar soluciones claras e innovadoras ante problemas alambicados. Armando está, por ejemplo, tras la transformación del diario bilbaíno en tabloide, formato pionero entonces. Fue un formidable contramaestre de redacciones, lleno de criterio y adornado por esa autoridad que solo otorga la superioridad intelectual, y también un periodista rodado y cosmopolita. Cuando España todavía viajaba poco, cubrió en Cabo Cañaveral el fogonazo que llevó al hombre a la Luna y estuvo entre los primeros europeos que accedieron a la Ciudad Prohibida.

Pero todavía había otro Armando: el coleccionista y erudito de la historia militar. En su hermosa casa de Abegondo, rodeada por un jardín que da ganas de quedarse a vivir en él, se encuentra la que simplemente es la colección más importante de España de material sobre la Segunda Guerra Mundial. (Ah, y allí están también sus queridos soldaditos de plomo, claro, con los que este periodista de estirpe militar recreaba las batallas más sonadas y hasta les daba algún repaso a Wellington y Napoleón).

Aquellos periódicos cerraban tarde. Entraba la noche. Armando asomaba a la puerta de su despacho y, en lo que ya era una broma mutua, daba una voz con su tono entre ahogado y campanudo: «De la Fuente Pampín, ¡cerillas!». El socarrón ordenanza Luis acudía al llamado de su apellido, con una sonrisa ya colocada bajo su bigote, sabedor de que el recado no era tan importante como el intercambio de ironías gallegas entre ambos mientras se oficiaba la encomienda. Armando era un hombre alto, de ojos verdosos, que siempre conservó el buen vestir masculino de Bilbao (el mejor de España). En su mirada bullía la chispa de la inteligencia y también uno de sus atributos más felices: el sentido del humor. Noches larguísimas de guardia. Miles de portadas firmadas por su secreto talento, que solo conocíamos quienes atisbábamos las entrañas de la máquina. Al tratarlo, sorprendía que siendo un hombre de apariencia conservadora, con porte de gran señor a la antigua, fuese en la práctica un defensor audaz de la innovación, que sabía transmitir un entusiasmo contagioso por las nuevas aventuras editoriales.

Un amigo por el que siento un enorme afecto me dijo un día: «La palabra amigo se utiliza con demasiada ligereza. Y amigos de verdad, no conocidos con los que te llevas bien, en la vida tienes cuatro o cinco». Armando era uno de sus cinco. Y eso, para mí, lo resume todo. Me pilla la noticia de su muerte tirado en la cama por la gripe y pienso largamente en aquello que nunca queremos pensar: qué rápido corre, que pronto se escapan la vida y sus afanes. Era ayer cuando siendo yo un pipiolo recién llegado contemplaba admirado el olímpico paso de Armando por los pasillos de aquel diario centenario. Qué periodistas. Qué cultura y estilo. Qué escuela.

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