Gabriel Albiac

Liu Xia

¿Vamos a abandonarla también a la ineluctable muerte que le ha asignado ya la dictadura?

Gabriel Albiac
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Dice ella: "Para cuando despertéis, habremos desaparecido". Y su minúscula fragilidad engaña. Bastaría un soplo mínimo de brisa, se diría, para aventar el esbelto esqueleto que acabó por suplantar a la mujer que, pese a todo, adivinamos bella. Y que no es mujer ya. Que es máscara ceremonial. Hermética máscara del sufrimiento. En las últimas fotos, junto al hombre hospitalizado al cual ayuda dolorosamente a ingerir su sopa, Liu Xia parece más cercana a la muerte aún que su marido. Como él, a quien el cáncer está a punto de llevarse, la mujer minúscula ha afeitado sus cabellos. "Volverán a crecer, cuando los artistas chinos sean libres". Es decir, nunca. Su imagen, esparciendo sobre el mar las cenizas de Liu Xiaobo, es una bofetada en el rostro indigno de este fofo occidente nuestro, que ni un dedo ha movido para salvar al último hombre libre de China.

Cuando, hace tres semanas, escribí aquí mismo que el último de Tiananmén iba a morir, abandonado miserablemente en el hospital de Shengyang al cual las autoridades chinas sólo le permitieron ser trasladado desde su campo de concentración cuando estuvo claro que su cáncer era ya terminal, no hacía yo ningún ejercicio profético. De un modo muy preciso, Liu Xiaobo estaba muerto desde el día en que fue condenado a once años de trabajos forzados por el intolerable crimen de redactar un manifiesto democrático extraordinariamente moderado y hacerlo circular en su país como bien pudo. De un modo muy preciso, estaba muerto desde el día, para él infausto y honorable, en el cual apostó por abandonar su confortable exilio universitario en Estados Unidos para compartir los anhelos y las angustias de los estudiantes que habían acampado en la plaza pequinesa de Tiananmén. Nadie podía hacerse ilusiones de cómo iba a acabar aquello. Los tanques aguardaban sólo la orden. Llegaría. Y Liu Xiaobo hizo lo único para lo cual su prestigio le daba fuerza moral: impedir una deriva desesperada que pudiera guiar a los jóvenes estudiantes a buscar el choque y, con él, la matanza más extrema. Logró eso. Y eso no impidió la represión despiadada. Aquella noche, Liu Xiaobo perdió su vida. Permaneció en pie, como un fantasma empeñado en salvar a los pocos que quedaban de los suyos. Y pagó. Hasta la muerte. "La prisión", escribiría ya en presidio, "es un honor necesario para quien vive a merced de un régimen inhumano".

Sobre Liu Xia, esa mujer minúscula que dispersó en el mar anteayer sus cenizas, ni siquiera cayó nunca procedimiento judicial. Bastó una orden de reclusión domiciliaria. Y de allí salió sólo para ver cómo su marido moría. Quebradiza, esquelética, rapada. Y, sin embargo, tan bella. Soportando, sobre su descarnado esqueleto, el honor pesaroso de ser libre. ¿Vamos a abandonarla también, como hicimos con su esposo, a la ineluctable muerte que le ha asignado ya la dictadura? "Nos exterminan ante la indiferencia general de los occidentales. Para cuando despertéis, habremos desaparecido". Dice ella.

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