Pablo Aguado, el torero sin prisa

Lentifica el toreo y sale a hombros con Ponce y Manzanares en San Sebastián de los Reyes

Un muletazo con sabor de Pablo Aguado Paloma Aguilar

Ocho verónicas y dos medias pusieron apellido a la calma. Qué lentitud la de Pablo Aguado, el torero sin prisa. Torear despacio para llegar lejos. Ya lo dijo Juncal: «Las prisas, para los delincuentes y los malos toreros». Y el sevillano es de los buenos. La pata p’alante en el quite, con el más bello lance de la historia. Verónica, qué bello nombre tienes y qué bien te enseñoreó ayer la revelación abrileña. Tras demonterarse Iván García por un tercio sensacional, Aguado brindó al público. Prometía el toro de Luis Algarra tiempos felices. Y Pablo (a secas, como le llaman sus partidarios) lo toreó divinamente. A placer pulseó la embestida con templanza en dos rondas con pases de pecho como carteles. Aunque para pectoral el que vendría después con una salida de la cara del toro propia de una estampa en blanco y negro. Se lentificó aún más a izquierdas y oxigenó con listeza al nobilísimo astado, ideal para su concepto. Sonreía el torero, que regresó a la mano de escribir con galanura. Media estocada bastó para enviarlo al paraíso animal. Aguado tuvo el gesto de ovacionar al algarra en el arrastre antes de pasear dos orejas.

Dos habían conquistado también las figuras que abrían el cartel, que apenas congregó dos tercios de entrada: malos tiempos para la taquilla... Y estupendos para el marcador de trofeos y para el conjunto ganadero, aunque solo en su primera parte. Y eso que el «abreplaza», que había humillado en el torerísimo saludo poncista, pareció descoordinarse en varas, se derrumbó y asomó el pañuelo verde. Cuando salió el corpulento sobrero, parecía el papá del anterior. No andaba sobrado de fuerzas, aunque se atisbó su calidad desde el recibo, con el sello de la elegancia. Enrique Ponce recetó la medicina idónea: oxígeno y media altura. Obedecía el animal y el de Chiva lo cosió en largas rondas, con muletazos al ralentí. Calamocheaba más a izquierdas y se centró en el otro lado para darle la fiesta perfecta. Todo a ritmo de ballet. El toreo genuflexo desató los oles, pero Ponce quería más y se entretuvo en unos naturales de sedoso mimo. Lo cazó de un espadazo y paseó el doble premio.

Idéntico galardón obtuvo Manzanares del bonito segundo, que hacía el avión en el capote por el izquierdo, aunque luego en la muleta sobresalió el derecho. Y por ese lado basó su obra el alicantino, que anduvo al toro de manera primorosa en el prólogo. A más su labor, entre tandas de arrebato y otras de mayor relajo. Tras probarlo con la zurda, por donde camina más incómodo, llegaron las series diestras más logradas, con ese empaque que le viene de cuna. El estoconazo recibiendo, aun perdiendo las telas, desencadenó una loca pañolada. Tanto que cortaron el rabo al notable «Tamborilero», hasta que el presidente advirtió que el tercer pañuelo era para dar la vuelta ruedo al algarra.

No fue tan dulce el segundo tramo de la corrida. Y ahí destacó la sapiencia de Ponce en el bruscote y geniudo cuarto, al que el valenciano tapó defectos con la técnica exacta. Las poncinas encendieron la Tercera y sumó otra oreja en una faena para profesionales.

Qué buena lidia dio Duarte al manso quinto, al que abrió los caminos para la actuación de Manzanares, dispuesto y con oficio. Esta vez el presidente no atendió la petición después de que el acero viajara a los bajos.

Faltaba el castaño último, en el que Aguado volvió a imprimir a la verónica un temple de privilegiado. En la muleta fue otro cantar, siempre con la cara alta y con ásperos tornillazos. Y la faena también fue otra cosa, con un Aguado intentándolo sin no poco sufrimiento. No era su toro... Su toro y su faena ya habían sido en el capítulo sin prisas donde se afianzó la triple puerta grande.

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