Crítica

Variaciones femeninas en una floja jornada

«En la sección oficial, valle de lágrimas este martes, todo responde a lo genérico y ecuménico»

«Little Joe», de la austriaca Jessica Hausner ABC

Alfonso Crespo

Hay que deambular por los márgenes del festival —Chantal Akerman, Angela Ricci-Lucchi, por poner dos ejemplos superlativos— para afrontar una auténtica mirada femenina, ahí donde la identidad de género se desvanece gracias a un esforzado trabajo con lo real que emite señales sobre una manera de pensar (la forma) y concebir (el mundo): el de una mujer concreta. El resto es naufragio. En la sección oficial, valle de lágrimas ayer, todo responde a lo genérico y ecuménico —el cine con un ojo en la actualidad—, y así «Dios existe, su nombre es Petrunya» , una catastrófica suma de planos macedonios, encuentra su lugar. A la joven protagonista, chica acomplejada en la treintena, además de historiadora en paro, le da por invadir una ancestral y «machirula» tradición de la religión ortodoxa y encadena una peripecia de la que saldrá lo suficientemente «empoderada». Teona Strugar Mitevska, la responsable, se contenta con ser el altavoz de esta historia «basada en hechos reales», lo que, si así fuera, sólo confirma que la realidad lleva tiempo empeñándose en copiar al peor audiovisual.

La mañana la completó una vieja conocida del festival, la austriaca Jessica Hausner , que no falta a la cita desde aquella bernhardiana «Hotel» . La madurez quizá la encuentre, en «Little Joe» , muy segura de sí misma (aunque el abuso de la estridencia sonora y del extrañamiento musical cortesía del legendario compositor nipón Teiji Ito inviten a pensar lo contrario).

Esta distopía medio fantástica, o simplemente demasiado alegórica, se despliega en el laboratorio donde agota las horas una joven absorbida por el fruto de su trabajo, una flor genéticamente manipulada para generar felicidad en quien se exponga a sus emisiones de polen. Hausner, que ha dado el salto a Reino Unido para este proyecto, completa con la libreta psicoanalítica un juguete vistoso y medido que sin embargo carece de personalidad propia, moviéndose entre el pop higiénico de un Wes Anderson, el anhelo de medirse al Kubrick más polemista y visionario, y otros referentes de probada solvencia, «La invasión de los ladrones de cuerpos» el más evidente.

Cerró la competición un Roy Andersson en horas bajísimas. Víctima de la resurrección por los festivales —los mismos que en su día lo desenterraron del olvido ahora le chupan la sangre—, el sueco empeña el humor irónico de antaño a cambio de una amargura moralizante en la exangüe «Sobre el infinito», donde ninguno de sus famosos planos autárquicos alberga un gag en condiciones. Queda claro que muchos de sus cuerpos gloriosos, tipos herederos de un cine mudo melancolizado, han debido de pasar a mejor vida.

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