Camarón de la Isla, en una imagen pensativo
Camarón de la Isla, en una imagen pensativo - ABC

Camarón: 25 años sin el mito

El genial cantaor de San Fernando, la gran estrella del flamenco del siglo XX, murió el 2 de julio de 1992 en Badalona con apenas 42 años. Ese día comenzó la leyenda.

SEVILLA Actualizado: Guardar
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Camarón cantaba con dolor de riñones de tanto dormir en el suelo. Tenía desde chico los pulmones negros del humo de la fragua de su padre y los huesos esmorecidos por el lecho a ras del mundo en el que soñaba toros a compás y discursos por cantiñas. La voz ahumada al carbón de las alcayatas, como en conserva de arenque quita-hambre, y hasta mohosa ya en la infancia. Demasiado tiempo entre el fuego y el agua, las brasas y las salinas, las llamas que perseguía y las olas de las que venía. Por eso su respiración grisácea se cortó tan pronto. Hace hoy 25 años. El gitano fenicio, rubio y rizado, garzos los ojos, las manos acres, dijo el ay que más camisas ha partido en el flamenco el 2 de julio de 1992 en Badalona.

En un cuarto de cabales de batas blancas. A la hora de los gallos. Ay. Sanseacabó. El eco trizado en añicos de sal, martillo rabioso que golpeaba el océano —revolvió el cante, pero sin romperlo jamás—, se echó la cruz de su apellido encima para fraguar la leyenda que había fundado su madre Juana en Las Callejuelas de la Isla, donde no entró el coloso Napoleón: «Con la mancha que llevo en la frente / murmura la gente / que soy pecaora...». Hace ya 25 años que José Monge Cruz es una murmuración. Un pecado. Un mito. Porque, como dicen de Gardel, cada día canta mejor. Y ahora somos nosotros quienes nos arriñonamos al escucharlo. Intentando comprender cómo alguien tan efímero ha podido lograr la eternidad.

El secreto de José es que tenía dos edades: la de su cuerpo y la de sus circunstancias. Vivió cada día como si fueran tres. Y cantó las cosas de sus antepasados como si él, adolescente aún, ya fuera un antepasado más. Un espectro intemporal o incluso una ucronía. Una rehabilitación de la historia de la queja a partir de una vida en ruinas. El cante de Camarón es la suma lentitud construida con prisa. Porque sólo alguien ácrono puede alcanzar el espacio que él pisó con 19 años, cuando grabó su primer disco atado a las cuerdas del otro demiurgo jondo, Paco de Lucía. José había tenido que engañar a los civiles para cantar en las ventas, sobre todo la de Juan Vargas, y llevar a su casa otro metal distinto al hierro de las herraduras que golpeaba su padre en el yunque hasta que la ceniza de los rescoldos lo mató cuando él apenas tenía 13 años. Se crió huyendo hacia sí mismo, buscándose a escondidas, como un fugitivo de su propio talento. Paco había tenido que embaucar al sacrificio para vengar las vejaciones que sufría la guitarra de su padre en las fiestas de los ricachones y se juró por sus muertos que alguien le haría alguna vez un monumento. Creció persiguiendo sus propias sombras, zamarreando con virulencia las vísceras de su genialidad.

Camaron y Paco grabaron nueve discos que hoy se conciben con una antología del flamenco del siglo XX

Ambos se encontraron por primera vez en Jerez. En casa de los Parrilla. Lo contó el de Algeciras en el documental que le hizo su hijo Curro poco antes de morir. Allí se despreciaron. Como imanes puestos de espaldas. Pero el de Lucía se despertó después de aquella juerga con una iluminación: «Había visto al mesías». José venía de haber hecho varias giras con Juan Valderrama y el guitarrista ceutí Antonio Arenas, sus verdaderos padres artísticos. Traía a cuestas muchas noches largas en la casa de los Vargas, donde escuchó por primera vez a Caracol y trabó amistad con otro gitano misterioso, Alonso Rancapino. Quijote y Sancho. Paco lo buscó para hacer un disco en Madrid. Su padre, Antonio, tenía mano. Eran dos niños. Dos locos. Dos elegidos. En una sola tarde registraron una apoteosis. Un muchacho cantando de otra forma lo de toda la vida. Otro muchacho tocando un siglo por delante de los demás. De aquella obra se recuerdan sobre todo las bulerías «Al verte las flores lloran» y los tangos extremeños del «Rintintín», que en realidad se titulaban «Detrás del tuyo se va». Pero para los aficionados por derecho, el verdadero impacto fue la seguiriya de Cádiz. Premonitoria. «Si acaso muero / mira que te encargo / que con las trenzas de tu pelo negro/ me aten las manos». Ahí empezó a morir Camarón. ¿Cómo podía cantar un chiquillo con esa arena en la garganta un cante tan abisal?

Sus discos con Paco de Lucía

A partir de ahí vinieron ocho discos más del dúo. Una antología. José había ido a beber a fuentes que ya parecían secas y las resucitó. Chacón, el Torre, Macandé, Cagancho, Pastora, Tomás Pavón, Marchena, Valderrama, Caracol, Mairena. Y también los que nunca habían estado al sol: La Perla, los Chaqueta, el Tuerto de Algeciras, el Rubio, Antonio el de la Calzá, Juan el Camas, el Titi de Triana... En su voz hizo más grandes a los grandes y visibles a los invisibles. Cantó por levante con la misma profundidad que por soleá. Y jamás chilló. Nunca. Tuvo todos los motivos del mundo para hacerlo, pero no lo hizo. Porque, en el fondo, afrontó el cante con la misma filosofía con la que había intentado ser torero. Con mucho miedo, pero con pureza.

Camarón está rodeado de multitud de historias apócrifas, lo que le ha convertido en un personaje casi literario

Después su biografía está llena de leyendas, casi todas ellas apócrifas o sencillamente falsas, pero toda su verdad está resumida en las dos calles de su vida: donde tenía su padre la fragua en San Fernando y donde vivió con su mujer, Dolores la Chispa, en la Línea de la Concepción. Amargura y Teatro. Su sufrimiento creció a la vez que su éxito. Por un lado caminaba el genio irrepetible que estaba revolucionando el flamenco desde sus adentros con Paco Cepero, el de Lucía o Tomatito, ya sea en Torres Bermejas, donde tuvo su primer sueldo fijo, ya sea con la Royal Philarmonic de Londres. Y por otro deambulaba el hombre tímido, frágil hasta el estrago, que se sentía sin fuerzas para llevar las riendas de cualquier otra cosa que no fuera su voz. Por un carril iba el creador imparable capaz de cantar por bulerías el arte y la majestad de su amigo —su hermano— Curro Romero o de inspirarse en la modernidad de las Grecas para decir cosas antiquísimas por tangos. Y por otra vereda iba el enclenque rubicundo de la luna y la estrella tatuadas en la mano. Una estrella chiquitita, «chiquetita pero firme».

Ahora se habla mucho de un Camarón vanguardista que le dio la vuelta al cante con «La leyenda del tiempo», el único disco que se les viene a la boca a quienes lo han descubierto tarde. Las letras de Lorca, Villalón o Kahyyam, el humo del chalé de Umbrete donde se grabó —muy distinto al de la fragua— y la frescura de Kiko Veneno provocaron ciertamente un espasmo en el género a finales de los setenta. Pero cuando José murió apenas se habían vendido de esta obra 7.000 copias. Nada. Porque Camarón encarnó a dos cantaores extrañamente divididos: el de las masas y el de verdad. «Como el agua», «Soy gitano» o «Potro de rabia y miel», grabado ya en su agonía, son obras de una altísima calidad, pero no tan importantes como las de su juventud. Y esa es una asignatura que todavía no han aprobado los de su escuela. Se han agarrado al Camarón estridente, al de las facultades mermadas. Al imitable. El otro es inimitable. Uno, el divinizado, arrasó San Fernando aquella mañana de hace 25 años paseando en su féretro, con sólo 42 años, por su cuna. Gitanos de toda Europa dejaron la Isla sin café. El otro, el que dormía en el suelo, arrasó la historia de la música andaluza, o de la música sin más, porque escucharlo da dolor de huesos. Y resolvió la duda que él mismo planteó cantando descamisado como un eccehomo: «Dicen de mí que si yo estoy vivo o muerto». Vivo. Camarón duerme al ras de la memoria. Sigue siendo un martillazo de voz en el agua. La ola acústica en el horizonte que el flamenco divisa cada día, a lo lejos, desde la playa.

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