Woody Allen invoca en Pedralbes los espíritus de Nueva Orleans

El cineasta agotó entradas y salió ovacionado en su regreso a Barcelona

Woody Allen en plena demostración musical con el clarinete MARTA DÍAS

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En Hollywood se ha convertido en poco más que un apestado , los editores huyen de sus memorias como quien escapa a la carrera de una manada de búfalos enloquecidos y la todopoderosa Amazon le acusa de hacerse la trabanqueta y autosabotearse, pero en cuanto agarra el clarinete… Ah, en cuanto agarra el clarinete y se pone al servicio del latido ancestral de la New Orleans Jazz Band, las cosas mejoran sensiblemente para Woody Allen .

Ocurrió hace un par de días en Bilbao y ocurrió de nuevo anoche en Barcelona, ciudad a la que el neoyorquino regresó para fabricarse un refugio a medida y convertir los jardines del Palacio de Pedralbes en, nunca mejor dicho, el sitio de su recreo .

«Esto es algo que hacemos para divertirnos , así que es maravilloso que la gente venga a vernos», dijo al poco de salir a escena con sus sempiternas pintas de sabio despistado y agarrar el clarinete como quien sostiene una vara de mando. También recordó el neoyorquino el rodaje en la ciudad de «Vicky Cristina Barcelona» y, dinero manda, felicitó a Mediapro por sus bodas de plata, pero si alguien habló alto y claro sobre el escenario fueron los ancestros del jazz y el blues .

Tampoco es que se haya convertido de pronto en Woody Herman o Artie Shaw, pero arropado por Conal Fowkes (piano), Gregory Cohen (bajo), John Gill (batería), Simon Wettenhall (trompa), Jerry Zigmont (trombón) y, sobre todo, por el banjo de Eddy Davis, sí que logró transportar al público que agotó las entradas y aplaudió justo cuando tocaba a esos tiempos de ragtime, noches en vela con sabor a madera y bourbon y dulce melancolía de la escuela Louis Armstrong (cayó su «Memphis Blues»).

El espíritu del Mardi Gras y de esa ciudad de Nueva Orleans en la que, como cantaba Dr. John , los sueños se hacen realidad , se materializó anoche en el ritmo juguetón de «Sweet Georgia Brown» o el lamento de «The Old Rugged Cross», ambas cantadas por Davis. A su lado, Allen cerraba los ojos y, entre bufido y bufido, no costaba imaginárselo surcando los mares de celuloide de «Midnight In Paris», «Café Society» o, claro, «Manhattan», y perdiéndose en un océano de fotogramas y partituras de película. Todo un mar de jazz atemporal con guiños a medida (si en Bilbao el pianista de la banda cantó «Para Vigo me voy», aquí hizo lo propio con «Say ‘Si Si’») y engrasado brío instrumental que el público acabó ovacionando, como si el annus horribilis de Allen hubiese quedado en suspenso durante unas horas . O, quien sabe, como si los espíritus de Nueva Orleans fuesen una coraza inexpugnable.

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