Ray Davies
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Ray Davies, el mago de los Kinks, deslumbra tras un largo silencio

Recién nombrado «sir», presenta un disco de sus memorias americanas acompañado por The Jayhawks: «La canciones son mi terapia»

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Ante la clásica pregunta, ¿ Beatles o Stones?, muchos iniciados o aficionados de sensibilidad «arty» salen con la tercera vía: The Kinks, la turbulenta banda del Norte de Londres, que desde 1963 hasta su disolución en 1996 conoció el éxito, el olvido del gran público, un triunfo crepuscular y una agotadora gresca interna, con sopapos fraternos incluidos. Los hermanos Davies, Ray y David, fueron los Caín y Abel del rock inglés, hasta que los superaron los Gallagher con su cainismo farlopero.

Ray Davies, cerebro y llama de los Kinks, cuenta con altos valedores. «Jamás escuché una canción de los Kinks que no me gustase. Están en la ruta de todo compositor británico y son una piedra angular indiscutible del pop y el rock», sentenció Bowie. El compositor de The Who, Pete Townshend, ensalzó a Ray Davies, de 72 años, como «el auténtico poeta laureado del rock», un artista con una profundidad que nunca poseyeron McCartney o Jagger y Richards

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Tras nueve años sin publicar nueva música, Ray Davies lanzará el 21 de abril un disco deslumbrante, «Americana», una evocación de sus agridulces vivencias estadounidenses, para la que ha recibido una transfusión de sangre nueva: ha arrendado como banda de acompañamiento The Jayhawks, el combo de country alternativo de Minnesota. «Echaba de menos una banda alrededor, porque tú solo operas en el vacío. El asunto con los grupos es que no siempre son los mejores del mundo, pero las piezas encajan. The Jayhawks poseen el tipo de sensibilidad que a mí me gusta».

Desde diciembre, a Ray también se le puede llamar Sir Raymond Douglas Davies. La Reina lo ha nombrado caballero «por sus servicios a las artes», algo que no estaba en los sueños iniciales del melancólico hijo de Fred, un galés empleado en un matadero, y Annie, una ama de casa madre de ocho hijos, seis de ellas sus hermanas mayores.

Los padres de Ray subieron hasta Muswell Hill, muy al Norte de Londres, escapando de las bombas del Blitz de Hitler. Todavía se conserva la casa de tres dormitorios donde se arracimaba la prole. Su único lujo era un piano de pared. Cuando Fred llegaba del pub con la jovialidad de las pintas activada, la familia cantaba tonadas de music hall y vodevil, los primeros amores musicales del niño Ray, antes de ser deslumbrado por el be bop, el blues y el rock.

«Cuando me llegó la notificación [de la distinción] pensé que era hacienda y tardé días en abrir la carta», ha reconocido Davies, que arrastra cierta fama de tacaño. «Inicialmente sentí una mezcla de sorpresa, humildad y alegría, y un poco de embarazo. Tras pensarlo un poco, he aceptado por la familia, los fans y todos los que me inspiraron para escribir».

Un estudio legendario

Estamos en Konk, una antigua fábrica de galletas suburbial, por supuesto en su Norte de Londres, que los Kinks convirtieron en su estudio de grabación en 1973. Todo arrastra un aire «vintage», con mucha madera (rayada) y alguna mancha de humedad. Pero para un aficionado es como visitar un museo. Por estas salas gastadas han pasado Thin Lizzy, los Bee Gees, Depeche Mode, Stone Roses… y hasta triunfadores de hoy como Adele y los Arctic Monkeys. «Bienvenidos a mi club», saluda Ray Davies. Hubo un tiempo en que lo fue. Las salas que hoy ocupan la administración y una mesa de ping pong eran antaño el ámbito de tremendas parrandas.

Davies es alto, sigue flaco y está muy pálido, aunque con chispa en sus ojillos de un azul acuoso. «El disco me ha dejado agotado, aunque estoy emocionado con él». Viste camisa floja y un fular, vaqueros y playeras. Pelo alocado, pintado en bronce, y que ya ha volado en la frente. Cojea de manera casi imperceptible por aquel disparo. En 2004, cuando paseaba tras una cena junto a su novia por el barrio francés de Nueva Orleans, un ladrón se llevó el bolso de ella. A Ray le salió la raza de barrio y se fue a por él. Acabó con un tiró en una pierna y nueve meses entrando y saliendo del hospital.

Nueva Orleans suena en sus nuevas canciones, que son un magnífico mosaico abstracto de su compleja relación con Estados Unidos. El disco, que tendrá una segunda parte, porque ha grabado dos horas y media de material, convierte en música lo que ya contó en su autobiografía de 2013, «Americana: los Kinks, la carretera y el riff perfecto».

Ray descubrió Estados Unidos a los siete años, en los cines Odeon y Rex, en las matinales de sábado a las que lo llevaban sus adoradas hermanas mayores. «América era el lugar de donde venían los sueños. Para los que crecimos en los cincuenta era la cultura más fuerte y dominante. Simplemente quería ir allí. Ver esas colinas, subir en esos trenes… Era un objetivo. Un universo alternativo. Nadie iba a América cuando yo era niño».

Un mal comienzo

En 1965, los Kinks hicieron su primera gira americana. Ray tenía 21 años y acababa de ser padre de la primera de sus cuatro hijas (se ha casado tres veces y siempre para mal, hoy esta solo). El primer contacto con la tierra prometida no pudo acabar peor: los Kinks chocaron con los sindicatos de artistas y los servicios de inmigración y durante cuatro años, hasta 1969, se les prohibió tocar en EE.UU. Mientras Beatles y Stones despegaban y se daban banquetes psicodélicos, Davies, un joven padre de familia con pocas libras en el bolsillo (managers trincones) se refugiaba en el costumbrismo inglés. «Todos mis personajes son de dos millas a la redonda de aquí». Escribía discos tan soberbios como «Village Green» (1968), pero hablaba de trenes a vapor, perdedores sin historia, gatos. No rascó pelota. Hoy lo tachan de obra maestra, «un clásico».

«Mis ilusiones quedaron destrozadas en aquella gira. Mala suerte, malos managers y mal comportamiento. Tampoco encajamos. De los ingleses esperaban un acento Mary Poppins, no el de la clase obrera de Londres –comenta riéndose-. También sentían que íbamos a quitarles su dinero aprovechándonos de su cultura. Su actitud era: "Vale, aceptamos a The Beatles", pero a nadie más».

Los propios Kinks tampoco ayudaron mucho. Ray se peleó con un sindicalista mientras grababan un especial de televisión. El racismo imperante también desconcertó al músico, porque en su familia había una chica adoptada mulata. Toda la historia tendría final feliz: a finales de los 70 y principios de los 80 por fin conquistaron América, con giras de no hay billetes en los grandes estadios. Davies vivió en Nueva York a finales de los 70, anduvo también por Los Ángeles e inició el siglo en Nueva Orleans. Todo lo evoca en su disco, aunque con textos oblicuos e incluso con dos canciones recitadas.

Ray Davies nunca salió mentalmente de su Shangri-lá del Norte de Londres. Y allá sigue. Practica taichí tres veces por semana. Entra en un pub. Se sienta en un banco a ver la vida. Es un hombre de ayer, en unas calles que han mutado, hoy con carnicerías «halal» musulmanas y restaurantes tandoori. El insomnio lo sigue crucificando. En 1973, tras su primer divorcio, intentó suicidarse y le diagnosticaron un trastorno bipolar.

«Todavía trato de saber quién soy. Seguiré haciendo canciones hasta descubrirlo, son mi terapia». Tímido y extraño, tal vez neurótico. Siempre con un toque de genio y aspiraciones de construir arte. «Soy un outsider genuino. A veces me siento como un huérfano. Me gustaría integrarme en la sociedad, conformarme, pero dentro de mi hay un rebelde, y no debería».

Ray da una mano muy blanca y se marcha lánguido hacia otra madrugada sin sueño.

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