Crítica de la ópera «Aida» en el Teatro Real: La pesadez histórica

«A la espera de que mejore en próximas funciones, vimos una versión compacta, contenida, escasa de emoción, con apenas temperamento»

ALBERTO GONZÁLEZ LAPUENTE

Quien crea que programar una obra indiscutible como «Aida» garantiza el éxito, desconoce que levantar el telón siempre es una operación de riesgo. Aunque sea recuperando la muy recordada producción de Hugo de Ana que el Real estrenó hace veinte años abriendo la segunda temporada de un teatro que aún se sentía en la obligación de demostrar su capacidad técnica. Gustó mucho entonces, salvo en varios detalles, pues a todos sorprendió la magnificencia de la propuesta escénica, apabullante por lo arrebatada y lo aparentemente fiel. Al menos todo lo fiel que es posible ser a este Egipto verdiano cuya autenticidad es moneda de chocolate.

Desde su origen en 1872, «Aida» sobrevive haciendo creer que es una obra inmediata lo que significa que se defiende frecuentemente en escenarios naturalistas . El de esta producción lo es desde una perspectiva corpórea y también ayudada por varios videos de aspecto holográfico. Pero más allá de la inmediatez corriente y abarrocada del paisaje, importa lo problemático de la realización y su importante poso de vacuidad. Hay mucho de viejuno en esta vieja producción tan abierta a lo decorativo y muy poco a sustanciar situaciones o caracterizar personalidades; tan proclive a la torpeza del gesto, a la acumulación de maquillaje, a lo estrafalario del vestuario, incluso al feísmo , consideración estética que como bien explicó Umberto Eco puede llegar a ser esplendorosa.

Aquí n o es el caso porque en el ínterin se insertan coreografías torpes y un punto vulgares , procesiones de una trivialidad evidente, posiciones escénicas irrelevantes. La cuestión no es, por tanto de gusto sino de credibilidad, algo en lo que el maestro Nicola Luisotti y los tres repartos que se proponen tendrán mucho que decir en las próximas funciones. La de anoche apenas se desenvolvió por la superficie de la partitura sin penetrar en su muy comprometedores meandros vocales. Desde una perspectiva general, la versión creció en el final porque la orquesta dio lo mejor de sí y los protagonistas encontraron en lo dramático una zona de confort.

Por el camino faltó sutileza y autoridad. El caso de Violeta Urmana es ejemplar en tanto Amneris es epicentro de la obra. Escaseó el sentimiento y la gravedad, incluso la falta de riesgo, decisión compartida por muchos. Gregory Kunde, como Radamés, refugiándose en la veteranía y en la saludable brillantez del agudo. Evidentes cambios de color y cierta inestabilidad en la voz de Liudmyla Monastyrska terminaron por dibujar una Aida irregular. Y Luisotti arropó a todos ellos y al coro del Real, sorprendentemente inestable, haciendo alarde de un oficio muy consolidado. Fue un versión compacta, contenida, escasa de emoción, con apenas temperamento.

Las funciones de «Aida», y así consta en el programa de mano, se dedican a Pedro Lavirgen, poderoso Radamés en la historia del título. También se ha recordado a Jesús López Cobos, director musical del Real durante siete sustanciosos años y fallecido recientemente. Un educado aviso por megafonía resolvió la cuestión en la representación de anoche.

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