Arctic Monkeys despiden el Primavera Sound con un destemplado baño de masas

La banda británica cerró con una irregular actuación la última jornada de un festival en el que brillaron la neozelandesa Lorde y la evocación de Gainsbourg de Jane Birkin

Alex Turner, líder de Arctic Monkeys, ayer durante la actuación de la banda en Barcelona EFE
David Morán

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Nunca falla: basta con atravesar el cercado y cruzar ese umbral en el que el nombre del festival se bambolea sin descanso para cambiar de dimensión y entrar en un universo paralelo en el que cualquier cosa es posible. Así, tan pronto se tropieza uno con los omnipresentes Shellac, desplazados hasta la entrada del recinto para estrenar la jornada con un improvisado y atronador pase que, por el mismo precio, contempla como un escocés armado con una botella de whisky que, ejém, no debería estar ahí, localiza entre la multitud a otro espectador enfundado en una camiseta de Teenage Fanclub y se acerca, sigiloso, para berrearle al oído el estribillo de «The Concept». «¿Oh, yeah?» Pues claro: ¡Oh, yeah!

«¡Quién nos iba a decir que veríamos a tanta gente en el Campo de la Bota!», se exclamaba el jueves una vecina de un barrio de infausto recuerdo y transformado hoy en bullicioso, masivo y políglota centro de recreo. Porque si de algo anda sobrado el Primavera Sound es precisamente de gente. Este año, por ejemplo, la cosa se ha disparado una vez más y el festival ha echado el cierre superando los 215.000 asistentes y con 60% de público extranjero. Un nuevo récord (y van…) al que contribuyó, y mucho, el esperado retorno de Arctic Monkeys, mastodontes del indie que a punto estuvieron de conseguir anoche lo mismo que Radiohead hace un par de años -esto es, despoblar el resto de escenarios- con uno de esos baños de masas que ponen a prueba la capacidad de los escenarios principales.

Un tirón sobrenatural que Alex Turner y los suyos aprovecharon para despedir definitivamente a aquellos jovenzuelos insolentes y eufóricos que revolucionaron el pop británico con sus dos primeros discos y que, visto lo visto, cada día están más lejos de volver. Vale que a las primeras de cambio abrieron la espita de la electricidad para encadenar «Brainstorm» y «I Bet You Look On The Dancefloor» y que por momentos consiguieron sonar majestuosos y aplastantes, pero fue el de los británicos un concierto de volantazos y cambios de ritmo demasiado pronunciados.

Un fiel reflejo del desconcierto que ha generado «Tranquility Base Hotel + Casino» y que se traduce en unos directos en el que la garra de «Pretty Visitors» y el sencillo encanto de «Do Me A Favour» no acababan de encajar con los oropeles dramáticos de «One Point Perspective» y «Four Out Of Five». Así, dando bandazos por toda sus discografía y buscando abarcar mucho más de lo que podían apretar, estos Arctic Monkeys, los de la intriga noctámbula, el riff inexistente y la urgencia con sordina, no acabaron de conquistar un terreno regalado. Faltó tensión, energía y, según se mire, también convicción a la hora de reivindicarse como inapelables cabezas de cartel. Vamos, que cualquiera le dice a Turner que fue mucho más entretenido su pase de hace dos años junto a The Last Shadow Puppets.

El triunfo de Lorde

Horas antes de que Arctic Monkeys abarrotasen la explanada principal, la misma para la que el festival lleva años reclamando (sin éxito) mejoras, la organización aseguraba que le resultaba muy difícil saber a ciencia cierta si la renovación del cartel se había traducido en un rejuvenecimiento del público. Pues bien: en cuanto Lorde apareció en escena, el Primavera Sound se quitó un porrón de años de encima y empezó a sembrar unas cuantas semillas de futuro. La neozelandesa, con sus movimientos a lo Kate Bush y esas canciones que anudan pop de consumo y electro-pop rugoso y confesional, lo tuvo fácil: le bastó con recoger el guante sintético de la sueca Lykke Li y doblar la apuesta con una austera puesta en escena -tres músicos y media docena de bailarines- y un cancionero generoso en claroscuros para coronarse como atípica diva del siglo XXI.

Es cierto que algo menos de afectación no le vendría mal y que, tras un vibrante arranque con con «Homemade Dynamite» y «Tennis Court», la cosa se desinfló un poco con los vapores ralentizados de «Liability» pero, al final, con canciones como «Supercut», «Royals» y, sobre todo, la sensacional «Green Light», eufórico y despendolado fin de fiesta, se le perdona casi todo. Y sí, bastaba con echar un vistazo al público y a todas esas caras cubiertas de purpurina para detectar un ligero descenso en la media de edad. O eso o que, quién sabe, quizá seamos nosotros los que nos hacemos cada vez más viejos.

Jane Birkin, ayer en Barcelona EFE

A media tarde, con el sol apretando aún de lo lindo y un nuevo récord en el zurrón, el Primavera Sound empezó a despedirse con la elegancia histórica de una Jane Birkin rendida a la memoria de Serge Gainsbourg. Si el viernes fue Charlotte Gainsbourg quien revivió los traumas familiares del lánguido «Rest» entre destellos de pop afrancesado y electrónica oscura, ayer fue su madre quien envolvió con ropajes sinfónicos e imponentes crescendos ese repertorio de chanson melancólica que cocinó junto al autor de «Histoire de Melody Nelson».

Ni la hora ni el lugar parecían los más adecuados para las sutilezas instrumentales de la Orquesta Sinfónica del Vallés y el micrófono le jugó más de una mala pasada, pero la intérprete imprimió un sello de elegancia infinita a canciones que, como «Lost Song», «Baby Alone in Babylone», «Physique et sans issue» o la espléndida «Valse de Melody», impusieron un silencio casi litúrgico en el recinto del Forum. «Serge me dio lo mejor de sí mismo», aseguró una Birkin que, dispuesta también a dar lo mejor de sí misma, engrasó el pálpito pop de «L’anamour» y se despidió con el deslumbrante encanto de «La Javanaise». Una cita con la historia para tomar impulso desde el pasado y acomodarse en un festival con cada vez más ventanas al futuro.

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