El escritor barcelonés Miqui Otero
El escritor barcelonés Miqui Otero - EFE

Miqui Otero: «Barcelona es una ciudad amnésica que olvida su pasado reciente»

El autor captura la ciudad justo antes de la crisis en «Rayos», su tercera novela

BARCELONA Actualizado: Guardar
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Es tan fácil como inclinar el cuello, achinar ligeramente los ojos y ahí están, espigados y algo borrosos, los nueve rayos que nacen en el Palau Nacional de Montjuïc. Nueve haces de luz azulada convertidos en una señal como de llamar a Batman que, apunta Miqui Otero (Barcelona, 1980), «puede mirar cualquiera, desde un concejal a un mendigo». Lo fácil, pues, es mirar los rayos y acabar descubriendo que «hasta que los pierdas de vista están destinados a separarse cada vez más».

Lo difícil, en cambio, es traérselos de vuelta a la tierra para convertirlos en novela, manejarlos como ancla y brújula emocional y acabar transformándolos en metáfora de esas amistades fraguadas entre quintos y abandonadas a su suerte en una Barcelona que en 2007 volvía a manejar con fenomenal desparpajo todas las conjugaciones del verbo gentrificar. «Barcelona es una ciudad amnésica, que se limpia la cara continuamente y olvida su pasado reciente», apunta Otero, cuya tercera novela, «Rayos» (Blackie Books), es al mismo tiempo un canto a la amistad y un retrato de una ciudad que, justo antes de la crisis, ya daba pistas del batacazo que se aproximaba.

«Yo vivía en el Raval y veía cómo el barrio se convertía en el canario de la mina de lo que sucedería», explica.

Así, con los rayos como gigantesco neón parpadeante que anuncian chuzos de punta, Otero se transforma en Centella, Fidel Centella, un joven periodista –becario, para más señas– hijo de inmigrantes gallegos que guarda una camiseta de Barcelona 92 como amuleto emocional y sintoniza los grandes éxitos de Radio Llorón cuando las cosas empiezan a torcerse.

De disfraces y adultos

Estamos en 2007 y Fidel, incapaz de orientarse por la ciudad –no digamos ya de tomar el rumbo de su vida–, apura noches con los otros tres Rayos, sus compañeros de piso, mientras contempla cómo al Raval le lavan la cara con lejía y salfumán en nombre del mobbing y la especulación. «Eran los años previos a todo lo que sería más novelable, pero si mirabas bien ya empezabas a verlo todo», explica. Y mientras a Barcelona le fabrican un disfraz a medida, Fidel siente que el que le ha caído encima, el de adulto, le hace bolsas por todos lados. «Es como un niño disfrazado de adulto en una función escolar», apunta Otero.

Tampoco el pasado, esa camiseta de Barcelona 92 que le deja el ombligo al aire, le sienta mejor –«es un recuerdo idealizado»–, por lo que ese oficio triste que es crecer se transforma aquí en un atolondrado baile de la yenka que Fidel ejecuta maniobrando entre las confidencias de Tinet, el afilador del barrio que habla en barallete y al que quieren echar de su piso, y la «fascinación recelosa» que le produce ese mundo de reservados en el Set Portes en el que le introduce Diana, una de las dos chicas (la otra es la bárbara Bárbara) que desorientan aún más a Fidel.

Dos universos que Fidel visita siguiendo los pasos del Pijoaparte de Marsé y que le permiten retratar por igual a esa clase media que ha «olvidado que es una clase trabajadora» y a quienes han transformado Barcelona en «plató y patio de juegos» muchas veces gobernado por las leyes del más puro esperpento. «Es como esa frase de Mendoza, que decía que el Ayuntamiento actúa como llueve, pocas veces y a lo bestia», explica un autor que, como Fidel, también avanza y retrocede de Marsé a Mendoza y de ahí a Casavella para redibujar la cartografía literaria de Barcelona y, ya puestos, reivindicarse como hijo de una inmigración que no tuvo más remedio que aprender a llevar el disfraz de adulto.

«La generación de nuestros padres luchaba con sus limitaciones y las superó. Nosotros luchamos con nuestros deseos y no lo conseguimos», asegura. Quizá por eso «Rayos» también tiene algo de homenaje a unos padres que, como los de Fidel, tuvieron que dejar su aldea, pongamos que O Valadouro, y atravesar España en una cafetera para poder ganarse la vida. «Me parecía impensable que este rastro se perdiera en solo una generación», señala Otero, quien además de marcar perfil autobiográfico sigue haciendo bandera del humor para desentrañar los tejemanejes de la ciudad. «Es muy difícil explicar la corrupción en esta ciudad con un tono que no sea el satírico. Si lo retratas de una manera muy seria no cuela. ¿Cómo superas la imagen de un alcalde bailando “Maria Caipirinha”?».

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