Miguel Hernández y el furor moral

Poeta del pueblo. Murió de tuberculosis en la cárcel a los 31 años

Miguel Hernández interviene en la emisora del 5º regimiento (1936) ABC
Diego Doncel

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Una de las muertes más perturbadoras, de las muchas muertes que a sus escritores o intelectuales le ha dado España, es la de Miguel Hernández. En ella se juntaron todos esos atavismos que una y otra vez nos persiguen: la cerrazón y la inhumanidad, el resentimiento y la incultura. Prisionero en la celda de España, Miguel Hernández murió de lo que siempre han muerto los perseguidos en este terrón ibérico: de desnutrición y de tuberculosis. Es decir, de leyenda negra puesta en pie y de abandono. Quedó una pobre mujer y un niño pequeño, la viudez , la orfandad y la pobreza como fruto de su romanticismo febril y de trincheras llevado hasta las últimas. El mito que surgió ha estado adornado con el uniforme de los menesterosos: origen humilde, pantalón de pana, camisa blanca y cuerpo que olía a rebaño y pastoreo. Sin embargo, nunca fue para tanto.

Fallece un 28 de marzo de 1942 enfermo de tuberculosis preso en el reformatorio de adultos de Alicante. Allí compartió celda con el dramaturgo Buero Vallejo. Fue enterrado en nicho número 1.000. En 1937, en plena guerra civil, ABC recoge una imagen del poeta recitando en un frente en Extremadura.

Estudió latín para comprender la naturaleza de los clásicos y estudió francés para asimilar el simbolismo de las ciudades modernas vía Verlaine. Quiso ser dramaturgo de raíz calderoniana para dar rienda a su tragedia, pero comprendió que su vocación verdadera tenía el nombre de la poesía, el pulso de las sílabas y el ritmo de los acentos. En tiempos impuros y politizados fue llamado a Madrid por Pablo Neruda y presentado en sociedad, fue acogido por los hombres y los nombres de la historia tópica de los poetas del 27, empezó a publicar sus versos, desde entonces ni los lectores, ni los periódicos ni los estudiosos lo olvidaron. Hay que decir, por el contrario, que lo quisieron. Se dice, sin embargo, que llegó tarde a todas las revoluciones estéticas de su tiempo . Que fue gongorino cuando el gongorismo se repartía en las plazas públicas de todas las provincias, que fue sonetista cuando triunfaban los sueños surreales, que fue un surrealista artificioso y forzado, que fue popular y político arrastrado por las circunstancias. Pero el caso es que una biografía tan breve como la suya contiene un tiempo histórico entero: el tiempo en el que todavía la poesía tenía la ambición de expresar el mundo con formas nuevas. Él lo hizo de un modo conmovedor y genial porque detrás de cada una de sus palabras alienta por igual la ilusión y la tragedia, el furor moral.

Tanto en Perito en lunas, como sobre todo en El rayo que no cesa, en Viento del pueblo o en el Cancionero y romancero de ausencias hace gala de una imaginación sentimental, es decir, una expresión que se abre al amor, al destino, creando un modo de decir lleno de imágenes insólitas y asociaciones sorprendentes. Ninguna poesía en nuestra lengua supo dejarnos escrita esa lucha frente a las fuerzas interiores del hombre y frente a las de la historia, ningún dolor aspiró tanto a la dignidad. «Libre soy, siénteme libre, solo por amor» , eso reza en su tumba, junto a los restos de su mujer y de su hijo.

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