Svetlana Alexiévich, fotografiada en Minsk, poco después de saber que había sido galardonada con el Nobel
Svetlana Alexiévich, fotografiada en Minsk, poco después de saber que había sido galardonada con el Nobel - REUTERS
Premio Nobel de Literatura

Svetlana Alexiévich, la cronista del otro Imperio Soviético

Los libros de la premio Nobel de Literatura bielorrusa explican cómo el homo sovieticus ha terminado siendo el homo putinista

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Svetlana Alexiévich tardó varios años en recopilar los testimonios que formarían parte de su primer libro, «La guerra no tiene rostro femenino». Cansada de que el imaginario soviético sobre la victoria en la Gran Guerra Patriótica (Segunda Guerra Mundial) se centrase sólo en los protagonistas masculinos, elevados a héroes, Alexiévich se dedicó a entrevistar a cientos de mujeres que habían contribuido a los esfuerzos militares soviéticos para derrotar al invasor alemán. Se calcula que más de un millón de soviéticas tomaron parte en la guerra, y no sólo como doctoras o enfermeras, sino también como francotiradoras, conductoras de tanques, soldados o pilotos.

Son los años finales de la década de 1970 cuando Alexiévich, influida por el escritor bielorruso Alés Adamóvich, comienza a entrevistar a las supervivientes de la guerra que va localizando.

Una tarea lenta, llevada a cabo en el tiempo libre que le dejaba su trabajo como periodista en un diario de Minsk, tras haber sufrido el exilio interior en un diario de provincias debido a su actitud contestataria. Alexiévich había nacido en 1948, de padre bielorruso y madre ucraniana, en un pueblo de la Ucrania occidental, pero se había criado en Bielorrusia, adonde sus padres se trasladaron para trabajar como maestros. No es extraño que la Segunda Guerra Mundial llamase su atención como tema de trabajo: se calcula que durante esos años perdieron la vida algo más de 2 millones de bielorrusos, un cuarto de la población del país.

Dio por terminado su libro en 1983, pero las autoridades prohibieron su publicación. No sería publicado hasta 1985 (en noviembre aparecerá por primera vez en español, de la mano de Debate), con la llegada al poder de Mijail Gorbachov y su glásnot. Fue el primer desencuentro serio de la periodista con la nomenklatura. No sería el último: cansada del hostigamiento del longevo régimen de Aleksandr Lukashenko, pasó la mayor parte del siglo XXI fuera de su país, exiliada en Suecia, Alemania, Italia y Francia. Regresó a Bielorrusia hace pocos años, aunque sólo reside ahí parte del año. Tampoco ha mantenido buenas relaciones con el régimen de Vladimir Putin: sus libros explican, en buena medida, cómo el homo sovieticus ha podido convertirse con tanta docilidad en el homo putinista.

Con ese primer libro, Alexiévich apuntaba ya el itinerario estilístico y temático que ha seguido en sus siguientes obras, todas escritas en ruso –no en bielorruso- y que conforman un proyecto unitario con el nombre de «Voces de la Utopía». El segundo sería otro libro sobre la Segunda Guerra Mundial, «El último testigo» (1985), vista a través de los ojos de los niños que en aquellos años tenían entre 7 y 12 años. Luego vendrían «Los muchachos del zinc» (1990), donde recogía los testimonios de los jóvenes reclutas rusos que habían participado en la guerra de Afganistán; «Cautivados por la muerte» (1993), sobre los suicidios de ciudadanos que no habían soportado el desmoronamiento de la Unión Soviética; «Voces de Chernóbil» (1997), su libro más conocido a nivel internacional, sobre la explosión de la central nuclear ucraniana. Finalmente, hace apenas dos años, publica «El fin del homo sovieticus» -libro que Acantilado publicará próximamente en España-, sobre la brutal transición que se ha vivido en las últimas dos décadas en el espacio post soviético: desde un régimen comunista a una salvaje economía de mercado controlada por cleptocracias.

Tras conocer que había sido galardonada, Alexiévich declaró que espera que a los poderosos de Bielorrusia y Rusia ya no les resulte tan fácil rechazarla con un despectivo gesto de la mano. La concesión del Nobel llega en un momento peculiar: el domingo son las elecciones en Bielorrusia y la relación de los países europeos con la Rusia de Putin es, cuando menos, tensa. Rechazándola a ella, que da voz al ciudadano corriente, y a otras voces como la suya –la de la periodista asesinada Anna Politkóvskaya, la del escritor Vladimir Sorokin y tantas otras menos conocidas- se está rechazando a toda una generación de ciudadanos post-soviéticos que siguen sin lograr que el poder les escuche, les respete y les tenga en cuenta.

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