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Michael Jordan, icono de un nuevo orden cultural

David Halberstam abordó en «Air», la mejor biografía sobre el mítico jugador de los Bulls, un fenómeno que trascendió el deporte

Jaime G. Mora

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Nadie dudaba de que aquel último tiro iba a entrar. Lo sabían los aficionados de Utah Jazz, el rival en aquellas finales de 1998. El año anterior ya habían caído a manos de Michael Jordan . Lo sabían sus compañeros, acostumbrados a sus milagros. Ese día fueron 45 puntos, 16 en el último cuarto, y un robo de balón decisivo. Lo sabían su entrenador, sus rivales de siempre, sus amigos… Faltaban 40 segundos, Chicago perdía por tres puntos y Jordan decidió adueñarse de todo. En una secuencia de solo medio minuto, anotó una canasta para apretar el marcador, arrancó el balón de las manos de Karl Malone , la estrella de los Jazz, y se jugó su último ataque a cara o cruz. Cuando Jordan rompió a su defensor y alzó el vuelo, el pabellón se llevó las manos a la cabeza. Ganó su sexto anillo y puso fin a su carrera. Se retiraba el mejor jugador de la historia del baloncesto y también un icono que protagonizó un profundo cambio cultural.

Jordan representó la idea del «atleta total», escribe David Halberstam (Nueva York, 1934; Menlo Park, 2007) en Air (Duomo, 2020). Con él, el baloncesto NBA se adelantó durante los años noventa al béisbol y al fútbol americano como el deporte más popular en Estados Unidos, incrementando en millones de personas la audiencia de los partidos. Pero su influencia fue mucho más allá. Tenía un «atractivo deslumbrante». Explotó su fama y belleza para convertirse en un gran vendedor. Llamaba «mis socios» a los propietarios de los Bulls y a los dueños de las empresas de zapatillas, hamburguesas y refrescos que anunciaba: «Básicamente se vendía a sí mismo y lo hizo año tras año, mientras sumaba campeonatos, mientras una heroicidad en el último momento reemplazaba a la anterior, como si nada». En 1998, la revista Fortune estimó que Jordan había contribuido a generar 10.000 millones de dólares en ingresos para el baloncesto, las cadenas de televisión y socios entonces no tan conocidos como Nike.

En Air , Halberstam aborda todas las aristas de un personaje que hoy, más de veinte años después de aquella última canasta, sigue siendo igual de fascinante. Prueba de ello es el enorme éxito de The Last Dance , la serie documental de Netflix que ha puesto imágenes al libro de Halberstam, porque el guion sigue punto por punto la estructura que el reportero planteó en la que es –en esto pocos disienten– la mejor biografía que se ha publicado sobre Jordan. Claro que Halberstam no fue un reportero cualquiera. Después de iniciarse como periodista cubriendo el movimiento por los derechos civiles, en los sesenta ganó el Pulitzer por sus reportajes durante la guerra de Vietnam. Fruto de aquel trabajo es The Best and the Brightest , su obra más emblemática. Luego se pasó al periodismo deportivo y escribió también sobre otras guerras en las que EE.UU. se involucró o los atentados del 11-S.

Mientras se dedicó a la crónica de deportes, Halberstam tuvo la suerte de vivir una época en la que los reporteros podían pasarse toda una temporada viajando con los jugadores y entrando en el vestuario sin impedimentos de ningún tipo. Con el fenómeno Jordan esto cambió. El dinero convirtió a los jugadores en estrellas de rock y al tiempo el periodismo se entregó al espectáculo. Air relata este cambio de paradigma, del que Jordan fue víctima. Después de ganar tres anillos seguidos, en 1991, 1992 y 1993, llegó la hora de desmitificarlo: «Había tenido demasiado éxito y cada vez era más prisionero de su fama». Los medios sensacionalistas encontraron su lado oscuro en un carácter extremadamente competitivo, lo que lo llevaba a ser cruel con sus compañeros, y en su afición a las apuestas. Se supo que debía decenas de miles de dólares a unos jugadores de golf de dudosa reputación y, cuando en 1993 asesinaron a su padre, algunos medios lo relacionaron con el asunto de las apuestas. Agotado, Jordan anunció su primera retirada del baloncesto.

Durante año y medio, Jordan intentó sin éxito reconvertirse en jugador profesional de béisbol. Pasó de la cima del mundo a ser un meritorio del que los medios deportivos se mofaban. Su vuelta al baloncesto da la medida del impacto de Jordan: el fax de tan solo dos palabras – «He vuelto» – con el que anunció su regreso paralizó el deporte. Su primer partido fue el de mayor índice de audiencia en cinco años. Si en su primera etapa Jordan destacó por su extraordinaria calidad –«no parecía tener ninguna debilidad aparente: sabía hacer tiros en suspensión, sabía botar el balón y correr, sabía lanzar y sabía pasarla»–, ahora, por encima de los 30 años, más centrado y más duro, estaba empeñado en dominar. «Era el hombre invencible, y su concentración no desfallecía jamás». Volvió a reinar en la NBA las siguientes tres temporadas hasta su adiós definitivo en 1998, aquel último año que el entrenador Phil Jackson llamó «el último baile». (Los aficionados prefieren obviar su segunda vuelta al baloncesto, cerca de los 40, en los mediocres Washington Wizards).

Antes que Jordan hubo otros grandes jugadores de baloncesto – Larry Bird, Magic Johnson –, hubo deportistas de la talla de Joe DiMaggio, Arthur Ashe o Muhammad Ali , pero ninguno protagonizó una transformación como la que Estados Unidos vivió a partir de los años ochenta. América exportó su modelo económico, pero también su cultura: la Coca-Cola, las hamburguesas, su modo de vestir, su música popular, su cine y sus deportes. El Dream Team de Barcelona 92 aunó todo esto. «Si EE.UU. era el equipo local en la nueva cultura internacional, entonces era inevitable que antes o después un deportista estadounidense se convirtiera en un personaje comercial de referencia», escribe Halberstam. El baloncesto, un deporte de cinco contra cinco en el que un jugador podía brillar por sí solo como nunca podrían hacerlo otros en deportes de equipo más sistematizados, fue el escenario ideal. Jordan, con sus canastas imposibles, puso cara al último momento del optimismo occidental.

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