«Data Biography», de Clara Boj y Diego Díaz, de la muestra «Bibliotecas insólitas» (La Casa Encendida)
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LIBROS

Libros traducidos, tormenta en el Canal de la Mancha

En España casi la cuarta parte de los libros publicados son traducciones, mientras en Estados Unidos y Gran Bretaña la cifra fluctúa entre el 1,5 y el 3 por ciento. El inglés, sin duda, es la lengua más internacional y este es el estado de la cuestión

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En su libro «Making sense of japanese», Jay Rubin, famoso traductor al inglés de Haruki Murakami y profesor en Harvard, nos advierte de que en japonés no hay pronombres personales y no se puede decir, por ejemplo «él entró, él miró, él vio que no había nadie y él salió», sino «entró, miró, vio que no había nadie y salió», sólo con verbos (como en español, por cierto), y observa que hablar o escribir así puede parecer «raro» porque no es «como el inglés normal». Por supuesto que no es como el inglés normal: no es inglés, ni normal ni anormal, es otro idioma, es japonés. Rubin afirma que traducir del japonés es muy difícil porque no hay «ninguna equivalencia fonética» entre ambas lenguas. Por ejemplo, «rain» en japonés se dice «ame», una palabra que suena de forma completamente distinta a «rain». Pero ¿está hablando en serio este hombre? Sigue diciendo que el japonés no tiene apenas estructura gramatical, y que el traductor dispone de una gran libertad para decidir cómo organizar sus frases y tiene, prácticamente, que actuar como un creador. Pero ¿no debería ser obvio que en cada idioma las palabras suenan de una forma y que el traductor tiene que ser necesariamente un creador y que es el responsable del ritmo, la prosodia, y gran parte del tono y del sentido del texto que traduce? Todo esto nos hace reflexionar que traducir al inglés debe llevar consigo una cierta carga extra por la manera que tienen los angloparlantes de considerar y sentir su propia lengua y su relación con las otras.

Sustrato universal

En su libro maravilloso «Una temporada en Tinker Creek», Ann Dillard cuenta que cuando era joven estaba convencida de que el inglés era la base de todas las demás lenguas, una especie de sustrato universal cuyas palabras surgían de la realidad misma, y que cuando comenzó a estudiar francés, y se dio cuenta de que tendría que aprenderlo palabra por palabra porque todo era diferente, se sintió desanimada y frustrada.

La literatura en inglés es tan inmensa, tan prolífica en todos sus géneros y subgéneros, tan innovadora y variada, que apenas presta atención a las literaturas de otras lenguas. Hay tormenta en el Canal de la Mancha, el continente ha quedado aislado. Si en España casi la cuarta parte de los libros publicados son traducciones (aunque en el territorio de la novela, por ejemplo, uno tiene la sensación de que más de la mitad de los libros son traducciones), en Gran Bretaña y en Estados Unidos esa cifra fluctúa entre el 1,5 y el 3 por ciento. Parece, sin embargo, que las cosas están cambiando.

El mundo literario anglosajón parece haber descubierto otras tradiciones

La traductora Sophie Hughes afirmaba recientemente en un artículo aparecido en el «Times Literary Supplement» que la traducción al inglés pasaba por un buen momento, y que el mundo literario anglosajón parecía haber descubierto que las literaturas de otras tradiciones también eran interesantes, sobre todo gracias a fenómenos internacionales como los de Knausgård, Ferrante o Bolaño. Hughes es cauta en su entusiasmo, pero algo parece estarse gestando cuando pensamos que el Premio Internacional Man Booker ha encargado una investigación acerca de las traducciones en los últimos quince años que muestra que las ventas casi se han duplicado en ese período de tiempo y también, noticia sorprendente, que las novelas traducidas se venden mejor que las obras escritas originalmente en inglés. Solamente en Reino Unido las ventas de libros traducidos pasaron de 1,3 millones en 2001 a 2,5 millones en 2015.

Las cifras, sin embargo, no son esperanzadoras. En 2008 se tradujeron 48 libros del español al inglés, una cifra que subió hasta 71 en 2013. Pero 71 títulos en un año sigue siendo una cantidad ridícula. La Universidad de Rochester (Nueva York) tiene una página dedicada a la literatura internacional que se llama, significativamente, «El 3 por 100», y lleva varios años realizando listas exhaustivas de las traducciones de otras lenguas al inglés. En 2009 se tradujeron en Estados Unidos 363 títulos de otras lenguas entre prosa de ficción y poesía. Las cifras siguientes son 341 (2010), 371 (2011), 461 (2012), 542 (2013), 501 (2014), 574 (2015) y 607 (2016), de modo que en un período de siete años la cifra casi se ha duplicado.

Selección variada

En 2013, por ejemplo, los autores españoles traducidos fueron: del español, Joaquín Pérez Azaustre, Cristina López Barrio, Javier Montes, Antonio Muñoz Molina, Álvaro Colomer, Lidia Falcón, Forrest Gander, Antonio Garrido (2), Antonio Hill, Eduardo Lago, Manel Loureiro, Javier Marías, Elvira Navarro, Aníbal Núñez, José Ovejero, Adolfo García Ortega, Carlos Rojas, Marcos Giralt Torrente, Mariano Villarreal, Monika Zgustova, Leopoldo María Panero, José Ángel Valente, Emilio Prados y Miguel Hernández, y del catalán Blai Bonet, Teresa Solana, Francesc Trabal y Monika Zgustova. La verdad es que la selección es variada, pero cada uno puede decidir si esta muestra es representativa o no de lo mejor de nuestras letras.

Hay muchos otros aspectos que merecería la pena comentar, porque el tema es inmenso. Los problemas de los críticos ingleses y americanos para valorar obras de literaturas que no conocen bien: por ejemplo, ese síndrome de comparar a todos los escritores argentinos con Borges, o a todos los novelistas «jóvenes» con Bolaño. A quien esto escribe le resulta asombroso, por otra parte, que en las traducciones al inglés aparezca una vez más la insidiosa figura del «editor», con la bondadosa intención de «mejorar el original». Leo que a Vila-Matas y a César Aira, por ejemplo, se les puede dejar en paz, porque son maestros en su arte. Pero ¿acaso es trabajo del traductor intentar «mejorar» el original? ¡Ah, quién pudiera mejorar «Guerra y paz», por ejemplo, hacer más humana y creíble la figura de Napoleón, o quitar esos capítulos que sobran del final de «Don Quijote»!

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