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Leyenda Negra: mentiras que nunca mueren

«De España se habla casi siempre en el extranjero sin conocerla», se quejaba Unamuno. O con críticas negativas, podríamos añadir. Es la Leyenda Negra, que está más viva que nunca

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El concepto de leyenda negra como conjunto de críticas negativas hechas desde Europa y América contra nuestro país quedó fijado en el clásico libro de Julián Juderías «La Leyenda Negra» (1914). El libro se reeditó en 1917 y desde entonces ha tenido una fortuna editorial extraordinaria. La tesis de Juderías se asentaba sobre dos convicciones. La primera es que España, históricamente, según él, habría sido objeto de una permanente y generalizada crítica negativa que pretendía desacreditar nuestros valores. La segunda es que tal operación de descrédito se basaba no en la verdad, sino en el imaginario, en la especulación.

Hoy, gracias a Luis Español Bouché, conocemos bien la biografía de Juderías. Este se preocupó, como todos los historiadores de su generación, por el problema de la decadencia española y sufrió como tantos otros la angustia de aquellas primeras décadas del siglo XX, intentado encontrar explicaciones al problema del mal entendimiento España-Europa.

Tonto, loco y criminal

Nadie mejor que Unamunoreflejó el rechazo a las descalificaciones europeas que se hicieron de España con motivo del proceso militar a Ferrer i Guardia. En su carta al historiador danés Carl Bratli, Unamuno decía: «Me tienen exaltado las cosas que pasan. Mi españolidad se excita. Parece imposible que se haya azuzado ese ruido en derredor de Ferrer, que era un majadero, una mezcla de tonto, loco y criminal, un obrero y fanático y peligroso. Sus escuelas eran pedagógicamente detestables. Enseñar física o química para demostrar la no existencia de Dios y la injusticia de que haya un Estado es un disparate tan grande como enseñarlas para demostrar que hay Dios y que debe haber Estado. Es terrible la desgracia que nos persigue. De España se habla casi siempre en el extranjero y singularmente en Francia, sin conocerla».

El concepto de Leyenda Negra fue relanzado en el franquismo, que desencadenó una auténtica cruzada contra las opiniones críticas que venían de más allá de los Pirineos. En esa estrategia defensiva frente a la Leyenda Negra participaron historiadores americanos como Rómulo Carbia o Lewis Hanke, anglosajones como Gibson o Powell, y españoles como Menéndez Pidal. En los años 90, y a caballo de la normalización de las relaciones con Europa, se produjo un viraje revisionista. Molina Martínez respondió al debate abierto por el indigenismo frente a la conmemoración del Descubrimiento. Yo mismo escribí un libro (Alianza) en plena euforia olímpica con el objetivo de desdramatizar y relativizar la naturaleza fatalista del término, intentado demostrar que España no ha sido sujeto paciente exclusivo de fobias ajenas.

El intento de entonar el réquiem al concepto fracasó. Este ha seguido muy vivo, como revelan los trabajos en los años 90 de Fernández Retamar, Pereña y Gómez Centurión. Carmen Iglesias hizo una sutil disección en la autocrítica hispana en su ensayo «No siempre lo peor es cierto», que ahondaba en el perfil establecido por Chaunu, quien consideraba la Leyenda Negra un juego de espejos, la percepción que los españoles tienen de la imagen que de ellos se tiene fuera. Joseph Pérez ha enmarcado la Leyenda Negra en la lucha política contra la hegemonía española y en la guerra psicológica de católicos y protestantes.

La Leyenda Blanca

En el último año se han publicado excelentes libros sobre el tema. Antonio Sánchez Jiménez y Yolanda Rodríguez promovieron, desde su condición de historiadores españoles expatriados (él en Neuchatel, ella en Ámsterdam), una reflexión colectiva sobre «España ante sus críticos: las claves de la Leyenda Negra» (Iberoamericana/Vervuert), libro en el que han colaborado espléndidos historiadores como Jesús María Usunáriz, Santiago López Moreda, Alexandre Samson, Fernando Bouza, Juan Luis González García, Fernando Martínez Luna, Eric Griffin, Carmen Sanz Ayán y Harm der Boer. El volumen pone en evidencia la génesis de la Leyenda Negra y los esfuerzos de reacción a la misma (Leyenda Blanca) que se hicieron en España.

María José Villaverde y Francisco Castilla han editado un ensayo-río, «La sombra de la Leyenda Negra» (Tecnos), que analiza la trayectoria de esta, su rearme en el siglo XVIII y su reconversión en el siglo XIX. El libro aporta una especial atención a la Leyenda Negra americana y la visión contemporánea (trabajos de Fernández Sebastián y Álvarez Junco), con mucho menor énfasis hacia lo que se considera el núcleo de las miradas: el reinado de Felipe II.

Por último, quiero referirme al ensayo que acaba de publicar Antonio Sánchez Jiménez sobre la «Leyenda Negra» (Cátedra) centrándose especialmente en el ámbito filológico y dentro del mundo de los estereotipos. Especial interés tiene el análisis que se hace de la obra de Lope y de Quevedo, con la reflexión sobre el rearme reputacionista que generó la crítica negativa.

Estos libros ponen de relieve que el problema histórico de la Leyenda Negra, la angustia ante el presunto desamor (¡no nos quieren!), el síndrome de la persecución, todo ello se ha ido deslizando hacia nuevos derroteros. Pero, a mi juicio, sigue vigente el punto de partida: el complejo de inferioridad, que se refleja en un complicado lastre de inseguridades e inhibiciones. Ahora no se saca la espada para luchar contra los juicios europeos, pero me temo que se ha avanzado poco en la autoestima nacional.

Apuesta de progreso

Si en este momento surgen tantos libros sobre la Leyenda Negra posiblemente se debe a que vivimos una cierta conciencia neonoventayochista de crisis de identidad nacional, de muy baja autoestima por diferentes motivos, con el sueño regeneracionista de Juderías por bandera. El mayor problema de la Leyenda Negra exterior ha radicado precisamente en la capacidad de autocrítica interior destructiva que históricamente ha alimentado la erosión de la imagen que desde Europa o América se ha hecho de nuestro país.

Desde luego, la presunta contradicción entre la defensa de la nación y la apuesta por el progreso que se gestó en el siglo XVIII sigue nublando la mente de muchos intelectuales españoles, con el miedo a la supuesta instrumentalización que «oscuras fuerzas reaccionarias» pudieran llevar a cabo.

De Larra a Jovellanos

El equilibrio entre la autocrítica necesaria y deseable y la afirmación de la conciencia nacional no es fácil. Vivimos en un mundo mediático en el que, como decía Larra, «todo es pura representación». Y, sin embargo, pienso que ese equilibrio es posible. Ya Benito Feijoo fustigaba los extremos del casticismo («aquel bárbaro desdén con que se mira las demás naciones») y del papanatismo europeísta («miran todas las cosas de otras naciones con admiración y las de las nuestras con desdén»), y postulaba la capacidad de síntesis, de captación de lo bueno nuestro y de lo bueno ajeno.

Cadalso sabía distinguir «las verdaderas prendas de nacionales de las que no lo son sino por abuso o preocupación de algunos a quienes guía la pereza» y tenía muy claro que «el patriotismo mal entendido en lugar de ser virtud viene a ser defecto ridículo». Me temo que la gran pregunta que deberíamos hacernos hoy, ante los retos que plantea la asunción de la identidad nacional española, es la misma que se formuló Jovellanos en 1795: «Acaso porque ellos fueron frenéticos seremos nosotros estúpidos».

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