Quema de restos del punk, ceremonia oficiada a finales de noviembre en el Támesis por Joe Corré y Vivienne Westwood
Quema de restos del punk, ceremonia oficiada a finales de noviembre en el Támesis por Joe Corré y Vivienne Westwood - REUTERS
MÚSICA

Cuarenta años del punk: las cenizas del sensacionalismo

El movimiento ideado por Malcolm McLaren sobrevive en el mercado de la comunicación, alentado por la creciente infantilización de las audiencias muy sensibles

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La misma agua de igual río: el Támesis que los Sex Pistols utilizaron como plató televisivo para representar una de sus más célebres funciones promocionales fue, hace cosa de un mes, el sitio elegido por el heredero de la multinacional creada en torno al punk británico para meterle fuego al presunto tesoro documental (camisetas, panfletos y quincalla) que recibió de su padre, Malcolm McLaren, valorado según sus propias cuentas en varios millones de libras.

Más al Este, en Budapest, prefieren no darse por enterados de que el punk murió a las pocas semanas de nacer -soberbio y pionero ensayo de obsolescencia programada- y hace una semana celebraron su encuentro anual, la Great Punk Christmas Celebration, para ponerse las crestas como si hubieran chupado los hilos de la corriente, sacar la lengua y hacer la cabra, actividad que ahora, simple mainstream costumbrista, se conoce como postureo.

Luego están las exposiciones conmemorativas de Londres, aún en cartel. Eso es casi todo.

Cuarenta años después del vagido del punk, y ante la pira funeraria en la que Joe Corré quemó sus restos materiales en el río Támesis, podría repetirse aquello de «fuese y no hubo nada», al menos en su dimensión musical. No hay más que sintonizar la radio o repasar las listas de lo mejor (sic) del año para evaluar la ausencia de un género cuya rápida absorción social y cultural no le permitió, sin embargo, sobrevivir en el mercado que utilizó -cash from caos, palabras mayores y eslogan de aquella empresa- para escenificar un reventón histórico.

Visto y no visto

Aunque hace un cuarto de siglo a Dave Markey, videógrafo de cámara de Sonic Youth, se le ocurriera editar y envasar una colección de actuaciones musicales bajo el título de 1991: The Year Punk Broke, ni siquiera el grunge, un fenómeno abierto y personalista, por sus ingredientes líricos, logró salvar los muebles de un estilo que los Sex Pistols dejaron visto para sentencia con un par de canciones, tres imperdibles y cuatro gargajos. A los pocos meses de salir en la tele, ya estaban en otra cosa, bien distinta. Como los Clash. Para mantener el fuego del campamento ni siquiera sirven artistas -más actuales, pero contaminados- del jaez de Jeff Rosenstock. Punk is dead. Estaba escrito.

Queda la actitud, valor supremo y casi indiscutible de un ajetreo cuya ferocidad no fue más que una reacción pendular frente a unos movimientos musicales quizá más sesudos y espesos, pero que hoy conservan gran parte de su miga, bastante apretada, frente a la simplicidad de la mensajería del punk.

La impericia que de manera orgullosa exhibieron los artífices de aquella fechoría, así como la popularización de la metodología del Do It Yourself, básica para lanzar fanzines, editar casetes, reciclar ropa o pasar, en carne mortal, por estrellas del rock, no era nueva en un mundo del pop que aún saluda con benevolencia y notable condescendencia lo que sigue siendo considerado como una desarrapada cura de humildad que vino a abrir los márgenes del negocio musical. Eso mismo -desafinados para los estándares de la música culta, más chulos que un ocho, revolucionarios en su tiempo, más inspirados que precisos y haciendo de la necesidad virtud, muy punk- lo hicieron ya los primeros bluesmen. Lo del año 76, nostalgia aparte, no fue para tanto.

La reciente Super Deluxe Edition del Metal Box de PIL, segunda producción de la banda formada por Johnny Rotten tras la desbandada de los Sex Pistols, fechada originalmente en 1979, explica la fugacidad de un estallido cuyo brillo trazó un recorrido similar al de la luz de una estrella muerta. A dos velas, deslumbrado, el mundo quiso ser punki cuando Rotten iba ya por la remezcla de doce pulgadas de su Death Disco.

Apagado, el punk fue desde entonces una obsesión cuyo valor, determinado por su vitalidad y vigor, acentuado por su rabia y expresividad, ha aumentado como cualquier elemento -sexual, musical, ocioso, evasivo- relacionado semántica o físicamente con la juventud. Otro divino tesoro.

Del punk quedan la estrategia comercial, el envoltorio y el ruido provocado por el celofán que lo cubrió, que no es poco. Retroceder o moverse en diagonal para emparentarlo con el situacionismo son ganas de liar la madeja y, en busca de cimientos intelectuales sobre los que levantar ensayos, muy poco punk, sublimar lo que fue una cosa bastante más chusca.

Como asesor de las New York Dolls, donde tuvo ocasión de poner a prueba las posibilidades comerciales de la provocación, Malcolm McLaren legó a la cultura de masas la receta del escándalo y el gatuperio con fines industriales. Es ahí donde sobrevive un movimiento, muy limitado en lo musical, cuyas trazas y maneras no tardaron en marcar el acento del resto de lenguajes de la cultura de masas y mostradores, de la publicidad al cine, pasando por el grafismo, la moda o la pintura. La payasada como una de las bellas artes.

La edad del pavo

Hasta donde llegó, la historia del pop, hoy dando vueltas en un penoso epílogo de subsistencia, no puede entenderse sin el punk. La mayor aportación del movimiento iniciado por McLaren, sin embargo, fue extramusical: salirse de madre y, con los altavoces ya apagados, salpicar y ponerlo todo perdido, una pueril salida de tono que transformó las disciplinas más sensatas en simples canales de comunicación, viciados por el sensacionalismo y cuyas formas primaron sobre el fondo. Muy punk.

Aquello fue una viruela cuyas ronchas, sin cicatrizar, se pueden apreciar hoy en internet. Las canciones del punk tuvieron cierta gracia. Sus métodos publicitarios, sin embargo, todavía resultan demoledores en un mundo que en el ámbito informativo, socialmente enredado, no ha dejado de involucionar hasta alcanzar una edad del pavo universal. La infantilización de la comunicación es el caldo del cultivo para que cualquier pelagatos, como Johnny Rotten en 1976, se haga oír.

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