TEATRO

Concha Velasco: «En estos momentos me niego a luchar, no soy capaz»

La actriz Concha Velasco, que interpreta en el teatro de La Latina «El funeral», se confiesa en esta entrevista, en la que pasa revista a su vida y a su carrera teatral, y asegura que nunca fue más feliz que en sus comienzos al lado de Celia Gámez

Concha Velasco, en el escenario del teatro de La Latina, donde interpreta «El funeral» Isabel Permuy
Julio Bravo

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Concha Velasco (Valladolid, 1939) es un torrente incontrolable. Su energía, su pasión y sus recuerdos son difíciles de encauzar cuando se traducen en palabras. La conversación navega caudalosa dejándose llevar por los caprichosos vientos de la memoria. Está sentada frente al espejo de su camerino; ese camerino del teatro de La Latina (donde interpreta « El funeral ») que fue un día el de Lina Morgan , y que Concha ha decorado a base de cachitos de su carrera con forma de fotografías, carteles, libros, estampas, artículos... Mientras da indicaciones a la fotógrafa, enseña con orgullo el libreto de la obra. «Guardo todos los textos de mis funciones, de mis películas y de mis series de televisión. Están llenos de anotaciones, de dibujos, de cosas. Fíjese: aquí, en el de El funeral, tengo la última nota que me dio Manuel [ Manuel M. Velasco , su hijo, es el autor y director de la función]. Me escribió en un sobre: “Naturalidad”».

Hace unas semanas la actriz estuvo hospitalizada por una neumonía. Es obligatorio preguntarle por su salud. « Estoy muy bien ; lo que ocurre es que me cuido poco, la verdad. Voy a cumplir 79 años. Lo que más me machaca son las giras, los viajes...», dice.

Pero las giras son imprescindibles...

No se puede hacer teatro de otra manera. Pero he llegado a Madrid de chiripa; enfermé en La Coruña porque arrastraba un catarro desde Bilbao. No sé qué me pasa con esa ciudad, porque siempre cojo unos catarros tremendos. Hace unos años, cuando hacía «Yo lo que quiero es bailar», tuve una afonía; me pusieron urbason, que te permite cantar, pero te va destrozando los huesos. Ahora, en lugar de volver a Madrid, seguí la gira, y el catarro se convirtió en neumonía. Lo que me pasa es que suspender no me gusta. Y menos una función como esta, y no solo porque la haya escrito y la dirija mi hijo Manuel, sino porque no es una función barata. La idea de tener que hacerlo me angustiaba, y yo creo que eso influyó.

Usted sabe bien lo que cuesta una función. Ha producido varias...

Desde que tenía veinte años. Ahora que estamos en su camerino... Yo produje teatro con Paco Marsó, mi marido, aprendiendo de Lina, que a su vez aprendió de Colsada. Era gente que vivía para el teatro. Eran otros tiempos, ya no existe esa vida teatral que había antes.

¿Lo echa de menos?

¡Claro! Nos reuníamos en sitios como el Oliver, que era de Adolfo Marsillach... Aquel Oliver maravilloso, con el pianista, Paco Tecla, en el que se basó Adolfo para escribir Yo me bajo en la próxima, ¿y usted? Nos reuníamos también en el Café Gijón... Aunque era más de intelectuales. Pero ahora, no sé si por los móviles, o por qué razón, ya no nos reunimos. Y luego estaban los camerinos. Mis hijos se han criado en los camerinos; han andado a gatas por aquí. Y es que pasábamos la vida en el teatro. Ahora no. Ahora es llegar, hacer la función y marcharse. Apagan las luces y te tienes que ir corriendo. Además, los horarios de oficina no tienen nada que ver con los de los artistas. El sábado pasado hubo un problema y no había nadie en la oficina, claro. El primer problema de este tipo lo tuve yo cuando hacía «La truhana», con los turnos de los trabajadores.

Los sindicatos casan poco con el arte.

¿Verdad que sí? Los convenios deberían estar más de acuerdo con lo que hacemos. Pero yo en estos momentos me niego a luchar. Lo he hecho, he sido una gran luchadora, pero ahora no me siento capaz. Lo que quiero es que salga muy bien la función, llevarme muy bien con mis compañeros y que todos seamos felices. Pero noto que no vivimos el teatro como lo he vivido yo.

¿Le ha quitado algo el teatro?

¡Nada! Al contrario, me lo ha dado todo. Y pregúntele a cualquier actor o actriz de los de toda la vida, le dirán lo mismo.

Tiene usted ahí, sobre la mesa, una biografía suya que se titula «El éxito se paga».

Ese título no me gusta. Yo no he pagado ningún precio por el éxito. Le debo todo a esta profesión, de la que han vivido divinamente mis padres y mi familia. Que luego haya fracasos, pues claro. He producido cosas que no debía haber producido, como «Hello, Dolly», que costó seiscientos millones de pesetas que todavía estoy pagando; bueno, creo que pagué los últimos quinientos euros hace dos meses. Pero mis compañeros se siguen reuniendo todos los años para recordar lo felices que eran haciendo esa función. Pero no lo lamento, porque no he perdido el dinero jugando al póquer o con la cocaína... Lo he perdido con espectáculos. Sí, he sido manirrota en este sentido, pero no me arrepiento.

Usted siempre ha estado haciendo varias cosas al tiempo: teatro, cine, televisión.

Y estudiando. Y leyendo. Y preparándome. Ahora no sé qué pasa. Hay escuelas estupendas, pero la gente parece que quiere ser famosa inmediatamente y no estudia lo suficiente. Hay algo ahora que no se estudia, y es dicción, declamación. Pero no es culpa de los actores, sino de los directores, que confunden la naturalidad con que no se entienda a la gente. El actor tiene la obligación de hablar bien su idioma. Mary Carrillo, una de las actrices a quienes yo más he admirado y de quien más he aprendido, entraba en el escenario cuando hacíamos «Buenas noches, madre», y decía -Concha eleva la voz-: «¿DÓNDE TIENES LAS BALAS, HIJA?». Y cuando le preguntaba que por qué lo decía así, me contestaba: «Porque si el público no te oye las primeras frases, cree que ya no te va a oír. Más tarde, ya bajaré el tono».

¿Nunca le ha tentado dirigir?

He podido hacerlo, pero no he querido ni quiero dirigir. Sí me he producido las funciones desde que tengo veinte años. Lo primero con José Luis Sáenz de Heredia: «Las que tienen que servir». Esa función fue un éxito, y luego se llevó al cine. El texto era de Alfonso Paso y estaban también Gracita Morales, Manolo Gómez Bur, Agustín González... Pero tendría que ver la primera crítica que nos hicieron nada más estrenar. Si hubiéramos hecho caso de esa crítica, habríamos quitado la función al día siguiente. Y, sin embargo, fíjese lo que fue, yo creo que la de más recaudación. Pero ahora una mala crítica es para la gente como si le hubieran dado una bofetada. Yo, sin embargo, las leo todas y lo admito todo.

¿Y aprende de ellas?

De unas sí y de otras no, como es normal.

¿Y sufre en los estrenos?

Yo ensayo mal y estreno mal. Me acuerdo cuando hice El cumpleaños de la tortuga con Alberto Closas. Me veía temblar y me decía: «Conchita, todos esos señores que están ahí no te importan nada. No mires por el agujerito para ver si el teatro está lleno. Tú preocúpate de hacer bien tu trabajo». Y cuando vi que el día del estreno él se quedaba sin saliva y que temblaba, me di cuenta de que todo el mundo temblaba en los estrenos. Y es que son difíciles. En el de «Reina Juana», no se me olvida, el público terminó en pie y aplaudiendo por tangos. Y yo no había dicho ni una sola palabra del texto; ni una. No sé cómo Gerardo Vera y Ernesto Caballero no me echaron inmediatamente. Pero es que cuando se levantó el telón y me di cuenta de la importancia de lo que iba a hacer, no fui capaz de decir el texto. Y salí adelante. A mí los días de estreno hay que dejarme. Bastante tengo yo con que no me tiemblen las piernas, con no ponerme a llorar y con no marcharme del escenario. Que no sería la primera. Yo he visto a Albert Finney decirle al público, en «Al derecho y al revés», que no podía con la obra, que no se la sabía. Y a Barbra Streisand no salir a hacer «Funny Girl» por un ataque de pánico. Todos sufrimos un poco de miedo escénico. Lo que pasa es que yo estoy acostumbrada a la supervivencia, y no paro. Si hace falta, me lo invento.

¿Hay alguien de quien haya aprendido más o haya influido especialmente en usted?

Ya hablé de Mary Carrillo. Pero también de los maestros de la escuela de Arenal en la que empecé cuando nos vinimos a Madrid: Leif Omberg, Doña Paquita. Y de Celia Gámez... Yo tuve que ponerme a trabajar porque mi familia se quedó en la calle. ¿Y qué sabía hacer? Bailar. Falsifiqué mi carné, porque no tenía la edad para hacer revista, y me contrató Celia Gámez, ahora tan denostada pero que era una persona maravillosa. Yo no he sido tan feliz como en esa época. Éramos seis bailarinas en el camerino. Celia subía a vernos, y por nuestro cumpleaños nos daba 25 pesetas y una rosa. Eso sí, ¡le teníamos un miedo!... Si no estabas a tu hora, o habías cometido un error en escena, te ponía en la tablilla; eso significaba una multa de cinco o diez pesetas. Y luego con el dinero recaudado le compraba a la que no hubiera tenido ningún problema un bolso de cocodrilo. ¡Yo todavía tengo ese bolso!... Y llegar a casa por la noche, y que mi madre me esperara con agua con sal para que pusiera los pies, que me diera un vaso de leche... Los bocadillos que me comía a mediodía en la plaza de Oriente, entre clase y clase... Siguen siendo los mejores momentos de mi vida. Ni cuando he sido protagonista, ni cuando me han dado el premio Nacional de Teatro... Nada me ha hecho más feliz que mi época con Celia Gámez, nada.

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