Fragmento de «Objetivo la Luna, Mario leyendo a Tintín», de Juan Manuel Castro Prieto
Fragmento de «Objetivo la Luna, Mario leyendo a Tintín», de Juan Manuel Castro Prieto
LLUVIA RACHEADA

Como leen los niños

«Las aventuras de Tintín», con el paso del tiempo, han sido tan importantes como los libros de César Vallejo y Albert Camus

MADRID Actualizado: Guardar
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Tintín en Cespedosa de Tormes. Cespedosa no es Yoknapatawpha. Yoknapatawpha es la palabra que el escritor portugués José Luís Peixoto lleva tatuada en uno de sus brazos. Yoknapatawpha es el condado en el que habitan buena parte de los personajes que ideó William Faulkner. Cespedosa tampoco es Comala. Cespedosa es el lugar donde nació el fotógrafo Juan Manuel Castro Prieto. Donde se asienta buena parte de su memoria. Castro Prieto habla de la condición trágica de los álbumes de fotos: cuando nos damos cuenta de cuántos de quienes nos acompañaron hicieron mutis. Y más en el caso de un fotógrafo que considera la fotografía como una forma de detener el curso del tiempo. A César Vallejo, a quien los de mi generación hemos leído con un raro fervor, mucho más que a Neruda, se le olvidó el rostro de su madre.

Por eso Castro Prieto no deja de fotografiar el rostro de la suya. Para que no se le emborrone mientras viva.

Cuando vi a Mario leyendo a Tintín bajo la luz de Cespedosa pensé en mí mismo leyendo bajo la luz de Vigo. Porque en ese charco de luz, en ese pecho frágil y sin miedo, a salvo porque teníamos padres y la guerra había pasado hacía mucho tiempo, en ese suelo lavado con lejía por nuestras madres, en esa forma concentrada de leer e imaginar, de prestar atención como si no hubiera nada más en el mundo, creo que Castro Prieto y yo (llegamos aquí en 1958) imaginamos una vida futura que a fin de cuentas se ha convertido en nuestra vida, en lo que ahora intentamos hacer. Para que tenga sentido. Para que la memoria no nos avergüence cuando hagamos arqueo. Y por eso Las aventuras de Tintín, con el paso del tiempo, han sido tan valiosas como Vallejo y Albert Camus.

Brunello en ABC. Fue una de las más hermosas entrevistas publicadas en ABC a lo largo de este año por tantos motivos tan triste (Darker, dijo Leonard Cohen cuando vislumbraba su final) que hoy, por fin, termina. Se la hizo nuestro corresponsal en Roma, Ángel Gómez Fuentes, en Solomeo, Perugia, donde Brunello Cucinelli (Castel Rigone, 1953), más conocido como «el rey del cachemir», tiene su empresa: «Amor por las cosas. Yo soy un hombre de cultura benedictina. San Benito dice: Cura cada día la mente con el estudio, el alma con la oración y el trabajo. Es el primero que hace trabajar siete horas y dice a sus monjes: Ayuda a los débiles, a los enfermos y a los extranjeros. Yo no quiero robar el alma a los trabajadores como hicieron con mi padre. San Benito recomienda al prior ser riguroso y dulce, exigente maestro, padre amable. Yo no sé si soy dulce y amable, pero riguroso y exigente, seguro. Y esto debe valer para todos». Aunque en nuestro caso se trate de un periódico, en mi ingenuidad pensé que acaso en la forma que Cucinelli tiene de trabajar y de exigir, de ser firme y afectuoso, de dar ejemplo, encontraríamos una clave admirable para hacer las cosas. De dedicar más tiempo a vivir para después contar mejor la vida en estas páginas.

Le preguntó Gómez Fuentes cómo el maltrato sufrido por su padre le había influido en su forma de ser empresario: «Viví en el campo hasta los 15 años y el recuerdo es maravilloso. No teníamos luz eléctrica, con lo cual en la noche se hacía oración y silencio. Después mi padre trabajó en una empresa de prefabricados de cemento armado donde cada día era humillado y ofendido. Yo quiero dar al trabajador la dignidad que no dieron a mi padre. Aquí se entra a las ocho de la mañana, se descansa hora y media para comer y a las 17,30 salen. Se apagan las luces y no se puede mandar ni un correo. Así pueden tener vida privada, porque el alma y la mente deben alimentarse todos los días, no solo el cuerpo».

Como leen los niños. En el homenaje que le brindamos a Ignacio Carrión en la cueva de la librería Sin Tarima, en la madrileña calle de la Magdalena, el 22 de diciembre, participaron dibujantes como Alfredo y Raúl (que iluminaron sus crónicas), editores como Jesús Egido y Abelardo Linares, y su gran amor, Chus, y sus hijos María y Guillermo. Las palabras que traigo a modo de despedida desde Blanco y Negro y ABC, donde Carrión trabajó, forman parte del primero de sus Diarios. La hierba crece despacio (1961-2001), el más torrencial, quizá el mejor de sus libros. El homenaje estuvo exento de algo que Carrión, que murió en octubre de este año, sin que salvo excepciones fuera reconocido su talento como reportero y cronista del mundo, aborrecía: pompa y palabrería.

El 6 de enero de 1979 transcribe Carrión unas declaraciones que el premio Nobel Isaac Bashevis Singer hizo al Observer el 17 de diciembre del año anterior. Dice Singer: «Los niños leen libros y no críticas de libros. Los niños no leen para hallar su identidad, para liberarse de un complejo de culpa, para satisfacer su ansia de rebelión o para deshacerse de la alienación. No les importa la psicología. Detestan la sociología. Todavía creen en Dios, la familia, los ángeles, los demonios, las brujas, los enanos, la lógica, la claridad, la puntuación y otras trasnochadas manías. Les gustan las historias interesantes, no los comentarios, las guías o las notas a pie de página. Cuando un libro es aburrido, bostezan sin disimulo. No esperan que el escritor arregle el mundo y dejan a los adultos esas ilusiones infantiles».

Creo que si Ignacio Carrión llevó esas palabras a su Diario es porque sentía las impresiones de Singer como propias. Creo que hablan de cómo vivía la literatura. Tal vez en un suplemento cultural como este debíamos volver a pensar en cómo leen los niños y volver a leer así sin dejar de ser lo que somos, sin engañarnos.

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