«Las chicas», las vírgenes asesinas
Pocos debuts tan sonados como el de Emma Cline. Una novela que nos adentra en la mente criminal de las «chicas» de la «familia Manson». Y todo por una canción de los Beatles
Actualizado: GuardarEn 1968, los Beatles ya casi no podían verse ni oírse entre ellos y grababan sus pistas por separado para el anticipatorio y formidable «The Beatles/White Album». De ahí que se comunicasen enviándose mensajitos más ácidos que lisérgicos de canción a canción. No es extraño que McCartney jugase a ser más Lennon que Lennon en la bestial y gritona y «primal Helter Skelter». Y que Lennon contraatacase con la orquestada y dulce y muy McCartney canción de cuna « Good Night».
No se sabe qué pensó un tal Charles Manson de la mansa «Good Night». Pero sí que escuchó mucho la apocalíptica «Helter Skelter». Y que la entendió como una contraseña secreta de los «Fab Four» para su ascenso a un trono apocalíptico tras provocar una gran guerra racial a partir de varios asesinatos más o menos rituales a lo largo del paranoide verano de 1969.
Obsesión personal
Cabe suponer que bastante después la todavía veinteañera Emma Cline escuchó la furia de «Helter Skelter» y la delicadeza de «Good Night», las fundió con su obsesión personal por las sacerdotisas de Manson («Reconocí en el anhelo de sus ojos algo de mí misma», confesó en una entrevista), y se sentó a escribir «Las chicas»: uno de los debuts literarios más sonados desde «El secreto», de Donna Tartt. A saber y a envidiar: adelanto millonario tras una subasta feroz, excelentes críticas, bendición de Richard Ford , publicación en 35 países, adaptación al cine en trámite.
Cline recompone como intimista y «unplugged» balada la brutalidad proto-metálica de «Helter Skelter». Y lo convierte en uno de esos «covers» que reinventan el «standard». En «Las chicas», las figuras de Manson y sus discípulas son apenas el punto de partida -tras el rastro claro y hasta ahora insuperable de aquel otro estreno triunfal, «Las vírgenes suicidas», de Jeffrey Eugenides- para proponer otra elegía de los dorados y oxidables años 60 ya oliendo a vencido espíritu adolescente.
De ahí «Las chicas» como novela de iniciación terminal. De ahí la figura y narradora y voz evocadora de Evie Boyd, ahora adulta pero recordando y recordándose sin ira y con mucha confusión a sus catorce años como hija incómoda de hogar acomodado con padres tramitando divorcio y ella vagando por el contracultural Haight-Ashbury de San Francisco en busca de una iluminación o de ser encandilada, lo que suceda primero. Y una mañana, en un parque, las ve a ellas, comportándose como si fuesen «realeza en el exilio», fluyendo «gráciles y despreocupadas, como tiburones cortando el agua». Y ellas -y, entre ellas, muy especialmente, Suzanne, quien se convertirá en su madre/hermana/amante/protectora- la conducen hasta la corte del delirante gurú Russell Hadrick (trasunto de Manson y patético Mago de Oz) y a un nuevo modo de vida, a otra de las tantas variaciones posibles de la pesadilla del Sueño Americano.
Jungla interior
La astucia de Cline es la de valerse del «true-crime» como elegante forma y telón de fondo (la gran Dana Spiotta consiguió algo parecido con los terroristas «underground» norteamericanos de los 70 en su formidable «Eat the Document») para hacer foco y fondo en las maneras y modales de la mente de los jóvenes. No hay una jungla ahí fuera: la jungla es interior. Y allí hay bestias más que dispuestas a comerse crudos a todos y cada de los miembros de esa procesión que va por dentro.
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