Antonio Colinas, autor de «Memorias del estanque», en la Sierra de la Braña (Palencia)
Antonio Colinas, autor de «Memorias del estanque», en la Sierra de la Braña (Palencia) - G.Villamil
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Antonio Colinas: lo más bello y misterioso

«Yo fui un niño muerto». Con estas palabras arrancan las memorias de Antonio Colinas. Páginas en las que deja al descubierto los cimientos sobre los que se sustenta su voz poética

Madrid Actualizado: Guardar
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Antonio Colinas es el poeta más lírico de su generación, que es la mía. Y no lo es ni por sus tonos ni por sus temas sino por algo mucho más profundo, que determina no sólo su obra sino su misma personalidad: me refiero a esa relación suya con el misterio, de la que deriva su vivencia y concepción del símbolo, y que confiere a su escritura una transcendente espiritualidad, que me atrevería a definir como única.

Estas memorias suyas son una emocionada meditación sobre sus espacios y sus tiempos; sobre los paisajes de su infancia y juventud; sobre las ciudades de su madurez; y, sobre todo, sobre su geografía interior y todo cuanto lo ha hecho llegar a ser lo que es: nada menos que él mismo.

Se apartan, pues, del estilo y del género propios de las memorias porque se abren con una frase lapidaria («Yo fui un niño muerto») y se articulan sobre una invocación a un estanque, con el que el poeta continuamente dialoga.

Raíces de sangre

Despliega así los referentes de su iniciación estética y cósmica, y de su inmersión en la infinitud, sobre el fondo de lo que, con justa razón, llama «libro-paisaje». Y, al hacerlo, desgrana las raíces de su sangre, la «pobreza luminosa» de su entorno y cómo va desarrollándose en él la pasión de la poesía y la palabra como ya había relatado en «El crujido de la luz».

Desfilan por estas páginas Esteban Carro Celada y los Panero, su descubrimiento de Leopardi y de Hölderlin, sus lecturas iniciales, tan importantes para comprender su conformación mental, porque -como dice aquí- «la vida de un escritor es también la vida de un lector», y hace un inventario de todas ellas no como un catálogo sino como lo que para él fueron y son: los cimientos de su propia voz y, por ello, las columnas sobre las que ha levantado las bases de su mundo.

Rilke, Juan Ramón, el Machado órfico, el grupo Cántico de Córdoba... Pero el mundo interior del poeta no está aislado del histórico y exterior, que lo configura tanto como lo contextualiza, y así asistimos a «la manifestación de los catedráticos», que hizo que García Calvo, Aranguren, Tierno Galván y Montero Díaz fueran apartados de sus cátedras y que otros -como Valverde y Tovar- renunciaran a ellas. Y nos introduce en los ambientes literarios del Madrid de la mitad de los sesenta, al que llega conducido por Javier Lostalé y en el que encuentra a Manuel Álvarez Ortega, aquel gran poeta heterodoxo, excelente conocedor de la poesía francesa, que iba a ser un maestro para todos nosotros.

Atmósfera y dicción

Además, el conocimiento del amor, el velatorio ante el féretro de «Azorín», las visitas a Velintonia y al Museo del Prado, la muerte de Vicente Aleixandre, su primer viaje a París, su lectorado en Bérgamo y Milán, su noviazgo y matrimonio, sus primeras traducciones, todo ello iluminado por poemas que aluden a momentos y lugares muy concretos, en los que el poeta ha recibido «una revelación creativa».

El Renacimiento italiano le enseña que «el genio sabe hallar en lo más simple lo más bello y misterioso». Interesantísimas son las informaciones que da sobre el proceso de escritura de «Sepulcro en Tarquinia», en el que se esfuerza «para que el poema fuera otra cosa que poema» y se convirtiera en un clima, en una unidad de atmósfera y dicción. Describe su trato con los grandes poetas italianos (Montale, Luzi, Zanzotto, Sereni) y las visitas que en aquellos años hizo a Pablo Neruda y a Ezra Pound.

Años en Ibiza

Italia fue para Antonio Colinas una experiencia vital y cultural. Su regreso al Madrid de la Transición, su posterior traslado a la isla de Ibiza, y toda la nómina de pintores, ensayistas, filósofos, poetas que habitaban allí y con los que mantuvo trato casi diario constituye la parte -por así decirlo- más historiográfica del libro y es un insustituible testimonio para comprender la realidad cultural de la Ibiza de los años setenta, ochenta y noventa del pasado siglo.

Y de ese contacto con la Naturaleza y la Historia de la isla extrajo el poeta su deseo y también necesidad de «ser para la esperanza» y de «respirar en el silencio de la luz», que tan arraigados están en su cosmovisión y en su poética. Los años de Ibiza -que ocupan la mayor parte del libro, aunque no la más intensa- describen la génesis de «Noche más allá de la noche», al tiempo que hablan de la independencia intelectual como don, pero también como condena.

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