LIBROS

Adam Foulds recrea el encierro del poeta John Clare

El autor británico despliega en «El laberinto de los estímulos» su dominio, también en la novela, del lenguaje poético

Jaime G. Mora

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John Clare no tenía ese aire distraído de los poetas. Él era bajito, regordete y había crecido en la pobreza. Nacido a finales del siglo XVIII en un pueblo de la Inglaterra rural, hijo de campesinos, incluso tenía que fabricarse su propio papel con cortezas de abedul. Si consiguió ir a la escuela, donde se aficionó a la lectura, fue porque aprovechaba así los ratos libres de cuando ayudaba a su padre. Antes de publicar su primer libro de poemas, en 1820, había trabajado como jardinero, segador o agricultor.

Lo bautizaron como el poeta campesino. Carecía de la retórica de los autores distinguidos; escribía sin metáforas ni frases para la posteridad. «Las cercas colocadas por sus dueños en las lindes / de campos y de prados, cual si de jardines se tratara, / forman pequeñas parcelas para satisfacer sus mentes enanas, / con hombres y rebaños aprisionados y a disgusto». Escribía con palabras del argot rural y sin signos de puntuación. Los editores, cuando rescataron su abundante obra, la sometieron a un ejercicio de restauración. Era, eso sí, el poeta que mejor cantaba la naturaleza.

El problema de Clare es que nació un par de décadas tarde, cuando el enorme impacto de Lord Byron en el movimiento del romanticismo comenzaba a decaer. Así, sus libros –tres publicados en los años 20, otro en 1835– fueron dispersándose en un mercado que ya miraba hacia otro lado. El destierro definitivo llegaría con unos problemas mentales que lo llevaron a ingresar al manicomio de High Beach, donde su estado empeoró. Se pensaba que estaba casado, además de con su esposa Patty, con la que fue su primer amor. A veces decía que era Shakespeare , otras Lord Byron… Hoy le habrían diagnosticado un trastorno bipolar.

A los cuatro años, escapó. Recorrió a pie unos 130 kilómetros, en una agónica travesía en la que se alimentó de césped. Solo aguantó cinco meses en su casa antes de que lo enviaran de vuelta a otro manicomio, en Northampton. Allí permaneció el resto de su vida, hasta su muerte, aunque no dejó de escribir. «Yo soy: sin embargo, lo que soy nadie conoce o le importa, / mis amigos me abandonan como a un recuerdo perdido; / yo soy el consumidor de mis males, / se levantan y desaparecen en el anfitrión inconsciente, / como sombras en el amor y el olvido de la muerte», escribió en Yo soy, uno de sus poemas del encierro.

En « El laberinto de los estímulos » (Galaxia Gutenberg, 2019), Adam Foulds (Londres, 1974) recrea el ingreso de Clare en High Beach. La novela, finalista del Man Booker Prize en 2009, se aleja de esos diálogos impostados y soluciones facilonas que suelen desacreditar las obras ambientadas en hechos reales. Foulds recurre aquí a un lenguaje profundamente lírico y preciso propio de su naturaleza de poeta. Porque aunque ha publicado varias novelas, fue su libro de poesía «The Broken Word» el que lo situó a la vanguardia de los escritores de su generación.

En «El laberinto de los estímulos» confirma su buen porvenir. Foulds adentra a John Clare «en un mundo donde las aves y las flores no lo conocían, por donde su sombra jamás había pasado», sin ofrecer demasiado contexto histórico. Este viene dado poco a poco, a medida que lo descubren los personajes que merodean un manicomio donde los pacientes, «somnolientos», arrastran los pies «como abejas fumadas». Un universo en el que nadie se explica cómo Clare pudo perder su poder. «La tierra viva, el mundo que conocía… –dice uno de los personajes de la novela–. Cantaba por boca de él. Inglaterra cantaba por boca de él, su naturaleza viva y eterna. Miles y miles de versos, y todos ellos visuales, melódicos, reales. Era puro genio, sin lugar a dudas».

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