Pasar el rato

Melancolía electoral

Oír a los candidatos en las elecciones castellanas desembocaba en la agria tristeza de España

Felipe González en un mitin en los años 80 ARCHIVO
José Javier Amorós

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Hoy, las elecciones de ayer. Si la política consistiera en un uso inteligente y brillante del lenguaje, apenas habría políticos en España . Pero es que la política consiste en un uso inteligente y brillante del lenguaje, y por eso, apenas hay políticos en España . Oír a los candidatos en las elecciones castellanas de ayer, desembocaba en la melancolía, agria tristeza de España . Las cosas no mejoran en las Cortes Generales .

Y muy poco en los tribunales , en las cátedras, en las tertulias televisivas. Lleva uno más de media vida predicando sobre el arte de hablar en público, no siempre en el desierto. Vivir con plenitud tiene mucho que ver con el modo de usar el lenguaje, porque el lenguaje es el fundamento de la inteligencia. Pensamos y sentimos con palabras. La convivencia está hecha de aportaciones lingüísticas . Y si son toscas o vulgares, así quedarán constituidas las relaciones humanas. No se trata de hablar como oradores en los bares, se trata de no envilecernos con expresiones de primate.

Ejemplos políticos inalcanzables de penosidad verbal son el fúnebre Illa , en Barcelona, y el cómico Simón , en Madrid . Con gente así llegará el fin de la especie humana, que será sustituida ventajosamente por generaciones de macacos pinchados a Internet . Verlaine dijo de las tragedias de Racine , franceses los dos: «En las grandes conmociones, respetar los subjuntivos». Incluso en el nivel más bajo, la palabra es creación. Por eso hay que aprender a usarla con estilo, para que lo creado tenga algún nivel. Hablar de cualquier modo, con tal de que se entienda, es una forma de desidia y de desprecio. Como ponerse cualquier harapo, con tal de que cubra las porciones más sensibles de la anatomía. También aprender a callar forma parte del discurso, especialmente en la conversación de la calle y en la política.

El otro cuenta si lo escuchamos. Después de un buen discurso —que tiene como requisitos inexcusables la brevedad y la belleza—, el pueblo se siente logrado. El discurso de investidura del enfático y desenvuelto Felipe González , en 1986 , duró una hora y media; el del soporífero Aznar, diez años después, una hora y veinte minutos, lo mismo que el del frívolo Rajoy en 2011 . Y ese hombre pesado que no tiene final, Pedro Sánchez , dedicó una hora y cuarenta minutos a exhibirse en 2016. El tiempo de un viaje en AVE de Córdoba a Madrid . Rajoy era bueno en el género chico, la réplica, probablemente el mejor de todos, pero con el género grande le pasaba lo mismo que a sus predecesores: aburría.

Un político de palabra devaluada, sin voluntad de belleza en los discursos, no tiene límites, porque no tiene desgaste, se conforma con estar. Lo que desgasta es el uso de la inteligencia y el corazón. Cuando esos dos atributos humanos se poseen en grado mínimo, un político puede enterrar sin dificultad a sus mejores enemigos, más consumidos por mejor dotados. Si Pedro Sánchez hace todo lo que dice que va a hacer con España en los próximos treinta años, además de lo que ha hecho, los españoles se arrojarán en masa al mar, camino de la libertad de Marruecos .

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