YOLANDA VALLEJO

Retrato de dama con perrito

Hemos dado normalidad a cosas tan disparatadas, que no nos levanta el estómago ver a vecinos exhibiendo la miseria con sonrisas

YOLANDA VALLEJO
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Siempre nos pasa lo mismo. Debe ser algo relacionado antropológicamente con algún gen fenicio defectuoso, porque a diferencia de nuestros antepasados, lo de vendernos lo hacemos fatal. Siempre nos pasa; nos ponen una cámara por delante, y sacamos inmediatamente lo peor de nosotros mismos. Basta con recordar aquellos programas televisivos que tanto indignaban al anterior equipo de gobierno –el circo, los enanos que crecen, los partiditos llenos de humedad, el bingo caletero…– aquellos espejos en los que fingíamos no reconocernos. «Dan una imagen bochornosa de la ciudad», decíamos con la boquita pequeña, sabiendo que en el fondo –y en la forma– no somos como pensamos, sino como nos ven, como nos vemos.

La semana pasada nos volvía a pasar. Un periódico nacional cifraba en seis mil el número de familias sin techo en ‘el Cádiz de Kichi’ y hacía un recorrido por el inframundo de la infravivienda gaditana; la amenaza del desahucio después de seis décadas viviendo en una casa de vecinos, los cinco metros cuadrados en los que la vida solo cabe metida en cajas de cartón, y el retrato grotesco de una dama con perrito plusmarquista de la supervivencia, que «de vez en cuando limpia una cocina, una casa o unas escaleras», mientras su pareja «sobrevive haciendo chapucitos» y que ha cambiado de casa una docena de veces en los últimos diecisiete años.

«¿Y por qué tanto cambio de casa?»– preguntaba incrédulo el autor del reportaje– «pues porque no pagaba y me echaban», contestaba complaciente la señora, perrito en brazos, como si fuese la cosa más natural del mundo. Y lo más triste es que nos lo parece. Hemos dado curso de normalidad a situaciones tan disparatadas, que atentan tanto a la dignidad humana, que no nos levanta el estómago, ni se nos cae la cara de vergüenza ver a estos vecinos exhibiendo la miseria con la mejor de las sonrisas.

La señora del perrito se lamenta por la cantidad de cuentas pendientes que tiene con la justicia «los impagos me han buscado muchos juicios de faltas, de peleas en la calle. Los propietarios exigen lo suyo, pero tampoco puedo dejar que me digan nada, me tengo que defender», y la mejor defensa, ya sabe, siempre el ataque. La señora del perrito dice que lo pasa muy «malamente» con estas cosas, pero ahí está, con su mascota en ristre, como un trofeo, quizá como el mejor tesoro de su precaria vivienda. Porque lo que no dice la señora, es que el perrito se debe llevar un buen pico del escaso presupuesto familiar.

En esta ciudad, y perdóneme que insista, hay censados 16.112 perros, con una proporción de uno por cada siete habitantes. La ordenanza municipal obliga a los propietarios a proporcionales alimentación y atención sanitaria adecuada, tanto preventiva como curativa, es decir, a tenerlos vacunados y convenientemente asistidos por un veterinario. Lo que traducido resulta que –hasta el momento, porque no sé yo qué nos quedará por ver, lo primero ha sido una bajada en el IVA, algo que no merece la cultura– tener un animal de compañía supone unos costes económicos considerables. Y sin embargo, crece por años el número de perros en la ciudad.

Y no es que me moleste –o tal vez sí- tanto animal de compañía. Lo que me sorprende, y mucho, es que en la ciudad de la emergencia social, donde los niños van al colegio sin desayunar, donde no se completan los tratamientos médicos por falta de recursos, donde a veces se prescinde de servicios tan básicos como la luz o el agua, donde muchos estudiantes no tienen material escolar adecuado o zapatos, o ropa de abrigo, haya señoras, y muchas, con perrito.

Cádiz no cuenta desde hace tiempo con una casa de baños. La que había cerró en 2013, y al parecer, se la llevó por delante el bienestar. Decían que ya no era necesaria, de lo de la exclusión social y la emergencia nos daríamos cuenta después. Hay personas sin techo que se asean en la fuente de la plaza de España, cada mañana, ante la mirada entre incrédula e interrogante de los niños que van a los colegios de la zona, y personas que ni siquiera pueden cumplir con unos mínimos de higiene porque en esta ciudad no hay baños públicos. Sin embargo, sí hay, -quién lo diría–, una casa de baños para perros. Un negocio floreciente, sin duda alguna, en el que uno se lleva al perrito duchado y perfumado a casa, tras pagar un módico precio.

Hay cosas que no entiendo, de verdad. Quizá nunca me entusiasmaron San Francisco de Asís y su amor a los animales, o quizá es que me suelen interesar más las personas que los perros, pero después de que el pasado jueves, una señora –esta vez con gatito– apuñalara a un policía en El Puerto de Santa María por advertirle que no podía entrar con su mascota en la comisaría, cualquier cosa me parece posible. Algo está cambiando en nuestra escala de valores, algo que, sin duda, debe tener una justificación psicológica.

Parece que fue Diógenes, el del síndrome, el que sentenció «cuanto más conozco a las personas, más quiero a mi perro». Eso explica muchas cosas. Incluso que en la más absoluta de las calamidades, en la mueca más cruel de la adversidad, siga habiendo retratos de señoras con perrito. Y tan felices.

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