San Valentín

Me gustaría que este texto solemne sirviera para que el autor no tuviera que anunciar en casa que este San Valentín no hay sorpresa sino fútbol

David Gistau

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Mientras escribo esto, martes, me siento unido por lazos invisibles a todos aquellos que en los últimos días recibieron indirectas de su pareja acerca de la supuesta preparación de una cena sorpresa por San Valentín, quién sabe si con tunos o mariachis, quién sabe si con un anillo hábilmente deslizado en el interior de una copa de champán, y no supieron confesar que jamás satisfarían ese anhelo porque el día de los enamorados, este año, está ocupado por el Real Madrid-PSG. Que no digo yo que no sea bonito mantener prendida la llama romántica incluso en un matrimonio de larga duración y a una edad a la que, en sirviéndose los postres, uno piensa más en llegar a casa a tiempo de ver el capítulo de una serie antes de quedarse dormido que en cualquier hazaña de la pasión erótica, requiéranse o no disfraces y argumentos plagiados del cine porno. Pero es que vienen Neymar y M’Bappé. ¡La Grande Armèe ad portas!

Y aunque nada nos gustaría más que sentarnos a media luz en un restaurante caro, con los mariachis esperando una señal, para repasar uno por uno los hermosos instantes compartidos en la convivencia, en este momento existe un impedimento, eso que desde que el ser humano vive en sociedad y con conciencia de su propia indefensión ante el enemigo exógeno se llama sentido del deber. En estos momentos resuenan en nuestra memoria todos los emocionantes discursos, cuando no arengas, en los que hombres conscientes de su compromiso con la tribu fueron conminados a relegar su familia y sus sentimientos para hacer frente a aquello que venía a quedarse con todo. Pericles ante la pira funeraria de los atenienses. Churchill, por supuesto, prometiendo sangre, sudor y lágrimas, no mariachis. De Gaulle convocando en Londres a los restos de la Francia Libre. Shakespeare y los «happy few» del día de San Crispín. Comparable es esta ocasión que nos obligará a unos cuantos paladines resueltos, determinados, decididos a renunciar al placer inmenso de cenar en pareja en la noche de San Valentín, a envolver en papel de aluminio un bocata, esconder una petaca en algún bolsillo interior del abrigo y ocupar nuestra posición en esa grada del Bernabéu donde se decidirá el futuro de la civilización occidental en una ocasión si cabe más azarosa que la de Termópilas. Llevaré, querida, un «foulard» tuyo prendido del brazo, te lo aceptaré en el mismo andén del tren, entre el vapor, pintados los vagones con proclamas belicistas. Y me verás partir, si te dicen que caí, ay Carmela. Y, al llegar al punto de reunión habitual, podremos comprobar cuáles fueron aquellos que, reclamados por la hora definitiva de la Champions, no supieron desasirse de la invitación a desertar cursada por el amor y permanecen en la retaguardia entre profiteroles y mariachis.

Cómo me gustaría que este texto solemne sirviera para que el autor no tuviera que anunciar en casa, personalmente, que este San Valentín no hay sorpresa sino fútbol. Pero me temo que mi esposa no me lee.

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