Bibliotecas

No es ninguna blasfemia considerar el libro un objeto decorativo

David Gistau

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Una vez estuve en un cumpleaños al que un invitado acudió con un libro de regalo. El agasajado, que además acababa de mudarse y tenía inquietudes relacionadas con la decoración, mostró un vivo entusiasmo cuando tuvo el libro entre las manos y aseguró que precisamente eso era lo que necesitaba. Tanto parecía gustarle que miré por encima de su hombro para tratar de averiguar qué título era ése que contenía semejantes promesas de placer lector. Era un «best-seller» de laboratorio, ordinario y sentimental, de los que circulaban esos días, por lo que tampoco me pareció que fuera para tanto. Hasta que comprendí de dónde venía la alegría: «Es el color perfecto. Me pega con los tonos pastel que quiero dar al salón». Arrea.

No es ninguna blasfemia considerar el libro un objeto decorativo. Una biblioteca puede ser algo que se va formando durante toda una vida con las compras y los descubrimientos de un lector pero también el resultado de la intervención de un decorador de interiores. Lo digo porque el otro día, en una consulta, hojeé una revista de decoración que incluía un «especial bibliotecas» donde se daban consejos para aprovechar todas las posibilidades que ofrece un libro sin llegar a abrirlo. Según ciertas encuestas, los usuarios del libro han ido renunciando poco a poco a la pantalla electrónica para regresar al viejo hábito del papel. Es un viaje de vuelta que no se da en otros formatos, como el periódico o la revista, y que los encuestadores atribuyen a un hecho que tiene lógica: después de pasarse todo el horario laboral con los ojos pegados a la pantalla de un ordenador, lo que menos apetece a la gente, cuando se concede como premio un rato de lectura, es seguir fatigando la vista allí.

Creo que hay otro factor que debe ser tenido en cuenta. El inconveniente de los cachivaches electrónicos que te permiten viajar a la playa con dos mil títulos metidos en el bolsillo de la camisa es que no hacen visibles los libros que uno posee. E impiden, por tanto, presumir de ellos, mostrarlos. Ya sea con un afán decorativo, como en el especial de la revista donde incluso era recordada la cita de Cicerón sobre las casas carentes de alma cuando no tienen libros. Ya sea con una intención pedante, de aplastar al visitante con todo el peso de la biblioteca, y por tanto del conocimiento, que uno atesora. He conocido millonarios para los cuales los libros de época, las primeras ediciones antiguas colocadas estratégicamente para que ningún invitado dejara de verlas, tenían un valor acumulativo, de declaración de estatus, semejante al de un parque móvil compuesto por deportivos. Ninguno de los dos propósitos, ni el decorativo ni el pedante, requiere en realidad hacer el esfuerzo de leer los libros. Basta con coleccionarlos. Aunque en el segundo caso se recomienda hacerlo lo suficiente como para salir más o menos airoso de una conversación ligera sobre lecturas en una reunión mundana, sobre todo ahora que en ellas es posible toparse hasta con Vargas Llosa.

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