David Gistau - Nadar entre tiburones blancos

Hombres blandengues

Casi cuarenta años después, (¡40!) siguen escocidos como si aquello fuera el único mito (inverso) que ha dado su fútbol

Desde la llegada de Julen Lopetegui, he comprobado con inmensa alegría que esta Selección establece una lógica de continuidad, en el estilo y en el empaque de campeón, con la que ganó un Mundial. La expedición a Rusia -Brasil fue la eutanasia de un ciclo- podría confirmar que la obtención de una estrella modifica para siempre la percepción que un equipo tiene de sí mismo. España no volverá a sentirse abocada a atorarse en cuartos por mandato del destino ni carente de un lenguaje propio con el que discutir con las aristocracias clásicas. Ése sería el legado de la generación anterior, la que lo ganó todo, la que dejó impresa la huella en la Luna. Lo cual es un alivio porque nada nos habría disgustado más que sufrir un despertar a lo Monterroso y, caducado el hechizo, comprobar que sigue ahí la tropa racial del fatalismo y de Naranjito. La de la identidad que nos amargó durante décadas la devoción española a los hinchas de más de treinta años. Sigo comprobando que, entre éstos, todavía hay muchos enfurruñados por un motivo u otro que eligen perderse el gozo y la gloria después de haber soportado los desastres. Allá ellos.

Precisamente ahora que todo eso quedó atrás, vuelven reminiscencias, más simpáticas que ofensivas, del mito del 12-1 a Malta. En el programa de Maldini, los veteranos malteses han contado que fueron envenenados en un episodio semejante al del bidón de agua de Branco en Italia 90, pero con el añadido extravagante del señor bajito y vestido de blanco que habría entrado en su vestuario con una bandeja de limones más temible que el vaso de leche de Cary Grant en «Sospecha». Es un atrevimiento meter a Cary Grant en este texto porque al decir limones pienso en El Fary.

Un jugador de la selección de Malta mordiendo limones, ¿es más feo que El Fary? Porque eso hicieron, arrojarse a morder limones como si los estuvieran envenenando con percebes. Lo de la espuma en la comisura de los labios de los españoles ya parece una hipérbole de gente impresionada por la Leyenda Negra de la Furia, que arrojando espumarajos debió de entrar en Amberes.

Del 12-1 a Malta guardo un recuerdo entrañable: mi padre encerrado en su despacho para leer a Somerset Maugham como expresión de enojo con la Selección que no pudo resistirse a salir después del séptimo grito de gol -y todavía protestó el decimotercero que le anularon a Gordillo-. Por lo demás, hace mucho tiempo de esto, demasiado como para atender las revanchas por otros medios de los malteses que, casi cuarenta años después (¡40!), siguen escocidos como si aquello fuera el único mito (inverso) que ha dado su fútbol. No haber mordido el limón, qué menos que una manzana como la del Edén, que es lo ofrecido en tentación cuando en el vestuario entra el diablo disfrazado de serpiente y no de señor bajito.

Da un poco igual porque, mentalmente, ya estamos totalmente preparados para prescindir del partido de Malta. Antaño ese encuentro fue uno de los escasos y tristes asideros con los que compensar, en la era del fatalismo, los no-goles de Julio Cardeñosa, los hondurazos, los partidos perdidos como siempre después de jugarlos como nunca. Pero ahora, después de los títulos, de las exhibiciones, de las victorias contra enemigos íntimos que ni siquiera nos concedían ese rango por culpa del desprecio… Después de todo eso, después de lo que España llegó a ser y seguirá siendo con Julen Lopetegui, el partido de Malta se lo pueden mandar a los malteses recubierto con una cáscara de limón, para que lo muerdan y, una vez envenenados, ser atados a una silla donde deberán ver y escuchar a perpetuidad, con papel celo en los párpados como Alex en «La naranja mecánica» -¡otro cítrico!-, la teoría del hombre blandengue expuesta por El Fary.

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