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ROBER SOLSONA

Rita Barberá, la candidata que ganaba en el barrio del Cabanyal

La lealtad al PP y su idilio con Valencia fueron las claves de sus éxitos electorales

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El pasado 14 de septiembre, Rita Barberá cedió a la presión de Génova y abandonó el partido al que siempre consideró su verdadera familia. Las horas siguientes a la decisión más dolorosa de su vida las dedicó a impedir que varios dirigentes de la formación en la Comunidad Valenciana causaran baja en el PP para solidarizarse con alguien cuyos últimos meses de vida han basculado entre el voluntario confinamiento en su casa de la calle general Palanca de Valencia y una soledad forzada. Su lealtad a las siglas llevó a la exalcaldesa a disuadir a sus compañeros de proseguir con un acto que habría perjudicado los intereses de Mariano Rajoy en un momento en que unas terceras elecciones suponían mucho más que un escenario teórico.

Ayer corría entre algunos de sus incondicionales el convencimiento, no exento de cierto humor negro, de que la muerte de la alcaldesa de los seis mandatos y las cinco mayorías absolutas, aquella que fue capaz de lograr niveles de voto por encima del 50 por ciento incluso en los barrios -como el del Cabanyal- más izquierdistas de Valencia, ha sido su último «detalle» con el Partido Popular, al que ha evitado una dosis extra de desgaste público. Un modo algo siniestro, pero muy gráfico, de definir un compromiso con un proyecto a cuyo éxito contribuyó de forma decisiva y del que será siempre un icono plagado de más luces que sombras.

Éxitos propios...y ajenos

Francisco Camps fue ayer uno de los primeros en conocer el fallecimiento de Barberá. Muy afectado, ayudó a organizar la misa que ofició por la tarde el cardenal Antonio Cañizares en la catedral del capital del Turia. Barberá y Camps llegaron a formar un binomio político del que sobre todo se benefició Valencia, cuya extraordinaria transformación durante los casi cinco lustros de gobiernos municipales de Barberá se explica tanto por el empuje de ésta como por los recursos que el Gobierno autonómico de aquél destinó en los últimos años a unos logros que la alcaldesa capitalizaba con singular destreza, ya fueran mérito suyo o no. Camps fue concejal de Tráfico en el primer gobierno de Rita, para cuya formación tuvo que pactar con Unio Valenciana, que representaba los intereses de la derecha regionalista y ligaban mal con una mujer que apenas hablaba valenciano y a la que las cuestiones identitarias dejaban fría.

Por entonces, ya acumulaba una amplia trayectoria política salpicada de algún que otro fracaso: en 1987 fue propuesta por Alianza Popular (AP) candidata a la presidencia de la Generalitat… y barrida del mapa electoral valenciano por el socialista Joan Lerma, que le duplicó en número de votos. Era algo de lo que prefería no hablar.

Con anterioridad, había culminado con éxito el encargo de Manuel Fraga, su mentor, de preparar el terreno para que AP arraigara en Valencia. Afiliada desde 1976 al partido -su carné era el número tres de la ciudad-, sus amplias relaciones sociales, trabadas gracias a una corta pero intensa experiencia periodística (en Radio Valencia o como jefa de prensa del Gobierno Civil) y a la propia influencia de su padre (el también periodista José Barberá Armelles), ayudaron a sentar las bases de una carrera política de la que, con el tiempo, sería la mujer más poderosa del PP.

Al margen de veleidades no confesadas en público, le bastaba ser «la alcaldesa de España». Tampoco su propia forma de concebir el trabajo contemplaba el sacrificio inherente a una presidencia autonómica o a un ministerio: incontables días un acto institucional resultaba suficiente, rara vez se registraba por la tarde actividad alguna en la Alcaldía y los viernes algo muy grave debía ocurrir para que no se escapara a su querido refugio de Jávea.

Por el contrario, prefirió internacionalizar la política municipal con iniciativas como la Copa América, la Fórmula 1 o el Palau de les Arts, proyectos que no eran estrictamente de gestión local pero que supo rentabilizar para mayor gloria de su propia figura política.

El 15-M frente al balcón

Los miembros del Gobierno «huían» de ella: llegó a convertir en virtud el vicio de pedir. En plena crisis económica, demandó a una ministra que presupuestara las obras de soterramiento del AVE y la estación que debía sustituir a la provisional. En total, unos 500 millones de euros...

Anárquica en lo administrativo, odiaba que se le hablara de dinero, y en este sentido demostraba una confianza ciega en sus colaboradores, sobre los que delegaba casi todo.

Su despacho eran la calle y el balcón del Ayuntamiento: por él han pasado innumerables personalidades de los más variados ámbitos. Uno de los más asiduos de las «masclataes» falleras fue Mariano Rajoy, al que no había campaña electoral en la que la alcaldesa no le llenera la plaza de toros.

Desde la altura de «su» balcón atisbó con inquietud a los «indignados» del 15-M, que acampaban en la propia plaza del Ayuntamiento, centro neurálgico de la capital. Los definió como «un peligro para la democracia representativa». Luego, la hostigarían en su propia casa.

No dejó herederos políticos: su personalidad era tan expansiva que imposibilitaba la figura del delfín.

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