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Rubén Darío, un verso = una nota a pie de página

La fachada de la Casa de América se tiñe hoy de azul en honor del gran poeta en su centenario

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«Todos venimos de Darío», o algo semejante dijo Borges, y Henríquez Ureña, que sabía muy bien de lo que hablaba (¡porque sólo hablaba de lo que sabía!), dijo que de cualquier poema en castellano se puede decir si fue escrito antes o después de Darío. Y sí, Rubén Darío es la divisoria de aguas de la poesía en lengua española, como Borges lo es de la prosa. Pero él en cualquier idioma, con la posible excepción del árabe clásico, donde estaban muchísimo más adelantados de lo que nunca Borges estarlo pudo. [¡Oh!]

En estos días del centenario de su muerte (la de don Rubén, ¡eh!), los periodistas hispánicos especializados en temas culturales han abierto con placer la gaveta de sus escritorios donde guardan con ternura los adjetivos del ditirambo y la pleitesía, y le dedican al gran Rubén sus endechas más conmovedoras.

Lo digo sin ambages: amo a Rubén. Su poesía, es decir, su decir, me abrió unos horizontes lingüísticos que yo no vislumbraba desde la óptica de mi amor por Cervantes, Galdós y Juan Ramón, mis héroes del idioma. Y eso fue porque cuando por primera vez leí a Rubén sentí que mi idioma había repercutido al otro lado del Atlántico y lo que el eco me devolvía era la palabra de Rubén. La amé desde el principio, sin remisión.

Y la amé tanto más cuando descubrí, tempranamente, que Rubén no era tan sólo esa divisoria de aguas, que hasta había rescatado para nosotros –¡¡desde Nicaragua!!– el endecasílabo de gaita gallega, con su acentuación en las sílabas 1ª, 4ª, 7ª y la 10ª, y no sòlo en la 6ª del itálico modo, y del que nos dio un ejemplo soberano al escribir: «Ese es el rey más hermoso que el día, / que abre a la musa las puertas de Oriente».

No era sólo alguien que revolucionaba el idioma sin subvertirlo, sino sólo abriéndole puertas al campo; era, además, un maestro en el sentido de saber burlarse de sus lectores enquistados en la pureza del lenguaje... sin darse cuenta de que el nicaragüense («Se le nota que es indio en lo bien que maneja la pluma», dicen que dijo Baroja) sabía más del idioma castellano de lo que nunca llegarían a saber quienes defendían a maza y martillo la pureza del mismo.

Me baso para ello en que creo que no existe en ningún otro idioma, en ningún otro poema, una nota, mejor dicho, dos notas a pie de página incorporadas a una poesía como un verso más de ella. Y las hay, pero de un modo invisible, cuando Rubén Dario les da una bofetada sin manos a los puristas en la primera estrofa de su formidable poesía “El reino interior”, en sus Prosas profanas y otros poemas, recordémosla:

«Una selva suntuosa

en el azul celeste su rudo perfil calca.

Un camino. La tierra es de color de rosa,

cual la que pinta fra Doménico Cavalca

en sus Vidas de santos. Se ven extrañas flores

de la flora gloriosa de los cuentos azules,

y entre las ramas encantadas, papemores

cuyo canto extasiara de amor a los bulbules.

(Papemor: ave rara; Bulbules: ruiseñores)».

A decir verdad me pregunto por qué Rubén no la remató así:

«Se ven extrañas flores

de la flora gloriosa de los cuentos azules,

y entre las ramas encantadas, papemores*

cuyo canto extasiara de amor a los bulbules**.

(* Papemor: ave rara; ** Bulbules: ruiseñores)».

Mi piadoso juicio al respecto es que Rubén dió la bofetada sin mano... pero con guante.

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