Una de las obras de López Cuenca en «Los bárbaros»
Una de las obras de López Cuenca en «Los bárbaros»
ARTE

El premio del saltador de vallas

«Los bárbaros» de Rogelio López Cuenca demuestran que lo que solemos aceptar como verdades establecidas no son sinó la Historia contada, una vez más, desde el lado de los vencedores

Madrid Actualizado: Guardar
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Realicé en ABC Cultural (07-01-1999) una crítica de la exposición de Rogelio López Cuenca en Juana de Aizpuru retomando su texto de 1991 publicado en el catálogo de la muestra «El sueño imperativo» (Círculo de Bellas Artes), en la que definía su proceder como «simples acotaciones; subrayados; recortes de nuestra propia y común existencia enmarcados como arte, transcritos como poema». Fue a finales del siglo XX cuando el artista comenzó su proyecto «El paraíso es de los extraños» con documentación gráfica de la construcción de la imagen del otro, particularmente focalizado en el mundo árabe desde la perspectiva centralista de Occidente. En sus piezas «pictóricas» fijaba su atención en los tópicos y estrategias de la publicidad para formular una «deconstrucción lúdica».

En el comienzo de la muestra en la Sala Alcalá 31 integra algunas de esas obras en un trayecto crítico que lleva del no-lugar («NoWhere») a la felicidad de vivir en los pronombres; de la conversión de la vacuidad shakesperiana de lo dicho en codicia estricta («Word$») a la proximidad fonética y semántica de «hospitalidad» y «hostilidad». Y una flecha en un cuadrado negro puede recordar que «estamos ahí», para comenzar desde el desierto nihilista, de igual forma que un gendarme a porrazos da la «bienvenida» a una Europa «blindada».

Crueldad por doquier

Por medio de cuadros, textos, fotos o vídeos, López Cuenca invita a contemplar un horizonte que incluye desde la imagen de Fraga desafiando cualquier «contaminación» en Palomares, hasta las cervezas Mezquita, que son parte del intenso «Viaje a Oriente» en el que se busca desmantelar los esquemas del «orientalismo», que, como apunta Gema Martín, está directamente vinculado a la empresa colonial. El colonizador da por sentado que la única modernidad que existe es la suya, y los «sometidos» no tienen otro «destino» que tornarse occidentales. Quince años después del 11-S, la islamofobia ha terminado por adquirir proporciones de «pandemia»; la satanización del otro es un elemento estructural de la necropolítica contemporánea, que, buscando su inmunidad, genera crueldad por doquier.

Santiago Alba Rico desarrolla una excelente meditación en torno a las temáticas de López Cuenca para preguntar si se puede descender lo bastante como para «disolver las líneas, tocar la hierba con los pies, medirse con el árbol, interpelar la ruina, mirar a la cara a los dolientes». Lo peor es que apenas podemos plantearnos hoy otra distancia en nuestra relación con los otros que la de una obscena «biopolítica del “reality show”» o la focalización logística de la «mirada del dron». López Cuenca no sucumbe a la retórica de lo documental para constatar que todo es un desastre, sino que combina la lectura atenta sarcástica con una estrategia de «cartografía crítica». Los bárbaros no son los incapaces de articular un discurso, sino los que reflejan nuestra condición «idiota». Alba Rico señala que el «refugiado» es el que «huye hacia atrás». Por tanto, somos nosotros los que estamos en fuga hacia el pasado, convirtiéndonos en «una reserva de bárbaros tras un muro».

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