De un día para otro

Al rey no lo salva ni Dios

Nos hacen viejos los mitos y las leyendas, las reinas muertas, los eméritos y los deméritos. Todo

JOSÉ LANDI

Cádiz

Tienen los niños fama ganada de hacer viejos a los demás. Te despistas con un cachorro de ocho, una chinorra de once, y al volver a mirar está en el tren camino de la universidad. A determinadas edades vemos todos los días, los meses, años, iguales. Y cuidado con los distintos. Temibles. Los que arrancan a vivir hacen, sin verlo ni saberlo, varios cambios por minuto. Cuando mides sus últimos cinco, ocho, diez años con los propios el impacto es brutal. La transformación veloz, brillante, evidente, frente al lento, gris, implacable deterioro.

Mejor no culpar al joven. A nadie. Los viejos también nos hacen mayores. Y los contemporáneos. El aire mismo. Cada trago. Todo. Será que lo somos. Sin necesidad de nada. De nadie. Todos te lo recuerdan. Los mitos deportivos que te acompañaron cuando las tardes eran largas y las noches infinitas reaparecen borrosos. La cabellera negra y voladora regresa hecha un relicario de plata sucia. Entiendes la cantidad de tiempo pasado. De calidad ya hablaremos. Le ves viejo como a tus padres, tus amigos, al del espejo. Recuerdas la frase inexorable del compinche beodo: «Sí, es verdad. El alcohol y la droga son gafe, dan mala suerte. Pero para gafe, el tiempo. Ese sí que lo estropea todo. No falla. Siempre lo jode».

Entre Churchill y Beckham, Pepe Mejías

Ves a tu leyenda de carpeta de instituto tan enjuta, seca. Entiendes la imperial verdad. Este invierno pasaremos frío, hambre y miedo. Si no, el siguiente. El otro a más tardar. Ves la foto más reciente de ella, con su grandeza diminuta, consumida, recibiendo a otra primera ministra. A la última con nombre de detergente: Listrás. Y te apiadas. Te rindes ante lo que nos iguala.

Gastas otra vez los mismos recuerdos prodigiosos: las jugadas con coreografía, melodía y tumbao, el cuento de la princesa bella y la corona cruel, la que saludó a Churchill, Los Beatles y Beckham, la leyenda pop, los que sirven de souvenir, denuncias por violación y abusos, incendios, muertes, soberbia, los mártires, los desplantes, honores y horrores militares y familiares, los privilegios, las ceremonias con el pueblo y la grada entregados, derramados.

Sus derroches. Sus silencios. Sus ausencias. Sus majestades.

Perdonas que la atención acabara en el juzgado. O en el tabloide. En decepción exiliada en Balmoral o en Navalmoral (de la Mata). Disculpas entonces que se rodearan de indiferencia ante el dolor ajeno en Gales (o de Gales), en un chalé de El Puerto, ante el desperdicio del talento. Concedes que se rodearan de colaboradores, predicadores, dirigentes o directivos ególatras, corruptos, como los de siempre.

Nos pasa a todos. Como los de antes y los de right now.

Ya sé, no jodas: son radicalmente incomparables. Una es gigante, histórica, universal para bien, mucho, y para mal, bastante. El otro, pusilánime, involuntario y turbio héroe aldeano. Ambos con nombre artístico. Quién les conocería como Isabel Alejandra María, o como Jorge Alberto. Pero ese 8 de septiembre de 2022 coincidieron en el tiempo y en el espacio. En el mío. En el tuyo. Como si hubiera otro. No lo quisimos. No lo pedimos. Pasó.

Siempre estuvieron ahí

La compañía que nos dieron hace olvidar distancias y mentiras. Que la monarquía es la esencia de la aristocracia. Por tanto, la mayor expresión imaginable de clasismo. Es el sectarismo mismo. Altanería y arrogancia destiladas. Pero ahora da igual. No es día de hablar de orgías y coca, de colonialismo, de Francis Drake, Palestina y Gibraltar. Hablamos de nosotros y nuestro tiempo. Estábamos allí, tú y yo, cuando reinaban los dos. Eso nos coloca en un lugar. En un momento. Siempre estuvieron, decorativos y simbólicos, inexistentes, huérfanos y callados. Era y es cuestión de tiempo.

El mismo día que se aparece el maguito de saldo y esquina, el stradivarius en la basura, llegado de un tiempo remoto va y desaparece la reina mayor en la noche de los milenios. Adiós a la que detuvo el tiempo con una sonrisa triste. A la que conquistó un siglo y parte de otro. Nunca fue Oz. Ni hez. Alguien discutirá. «Casualidad», «suerte», «destino». Qué va. Estaba orquestado todo. Por el tiempo, que además de gafe es un gran hijo de puta. Pero es lo único que tenemos. Estamos hechos de esa porquería.

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