Cádiz Solidaria

Una amistad que desafía al tiempo desde el corazón de La Isla

María Gil, voluntaria de Atención Integral a Personas con Enfermedades Avanzadas de Cruz Roja, acompaña cada martes a María Sevillano, de 98 años

M. Landeta

En una casa modesta de San Fernando, cada martes por la tarde, ocurre un pequeño milagro que no sale en los telediarios ni necesita aplausos. Es la hora del encuentro entre dos mujeres llamadas María: una, jubilada y voluntaria de Cruz Roja; la otra, una luchadora de 98 años con una historia marcada por el amor, la pérdida y una inquebrantable voluntad de seguir adelante. Entre cafés, cuadernillos y cantes flamencos, ambas han creado un refugio compartido donde la soledad se combate con ternura.

María Gil, de La Isla, es voluntaria en el Programa de Atención Integral a Personas con Enfermedades Avanzadas de Cruz Roja. A sus 60 años, tras una vida de trabajo como funcionaria, decidió que su jubilación no sería sinónimo de descanso, sino de entrega. «Después de hacer el Camino de Santiago en 2018, algo despertó en mí. Comencé un camino interior de preguntas: ¿quién soy?, ¿para qué estoy aquí? Y sentí la necesidad de dar parte de mi tiempo a los demás. No para sentirme útil, sino por pura gratitud», cuenta con serenidad.

Fue en 2020 cuando se acercó a la sede de Cruz Roja en Cádiz buscando cómo ofrecer ese tiempo que le sobraba. Tras una entrevista con una trabajadora social, probó varios programas hasta que en enero del año 2021 comenzó a acompañar a dos mujeres mayores. Una de ellas era María Sevillano, que tenía 94 años. Cuatro años después, su vínculo sigue más vivo que nunca.

«Desde el principio entendí que no era solo ir a pasar el rato. Era entrar en el mundo de una persona, adaptarme a su ritmo, a sus silencios, a sus heridas. Es una entrega mutua. Ellas también me han acompañado a mí», dice emocionada. Con María Sevillano, la conexión fue inmediata: «Ella no se escandaliza de nada. Es como una amiga con la que puedes hablar de todo. Tiene un cuerpo que pesa 98 años, pero su cabeza sigue activa. Al principio le preparaba ejercicios de matemáticas, porque le encantaban. Ahora hacemos menos cuentas, pero seguimos creando momentos de luz».

Cada martes a las seis de la tarde, María Gil llega puntual a la casa de María Sevillano. Allí le espera también Mía, una pequeña perrita que completa este triángulo de afectos. «Sacamos a pasear a Mía, tomamos café, hablamos… y después hacemos alguna actividad: mandalas, música, charlas profundas… Hay días que hablamos de su hijo fallecido, algo que la marcó profundamente. Al principio, su hija me dijo que no quería oír ni una nota musical. Hoy canta coplas mientras suena Manolo Caracol o el Perro de Paterna», cuenta con ternura.

Esa transformación, ese volver a sentir, es lo que María considera «el verdadero milagro del acompañamiento». No hay medicinas ni terapias que puedan sustituir la presencia humana, el calor de una conversación, la sensación de ser vista, escuchada, querida.

A lo largo de estos cuatro años, María Gil ha visto cómo el vínculo se ha hecho más profundo, más familiar. «Ya es una amistad. La confianza con ella y con su hija ha crecido tanto que muchas veces me siento como parte de su hogar. Cada martes salgo de allí más llena que como entré», confiesa.

El voluntariado, lejos de ser un gesto altruista sin retorno, ha sido para ella una forma de enriquecimiento personal. «Cuando alguien te abre su casa y su corazón, tú también te transformas. Y aunque pienses que solo estás acompañando, en realidad estás sanando heridas invisibles. Las de los demás y las tuyas». Asegura que esta experiencia no se paga con dinero. «La gratitud, el cariño, la complicidad… eso no lo compras. La satisfacción es tan grande que, aunque a veces haya momentos tristes, sabes que lo que estás haciendo tiene sentido. No es solo un voluntariado. Es una forma de vida».

María Gil, que se describe como una persona espiritual, no teme la cercanía de la muerte en su labor. Sabe que muchas de las personas que acompaña están en la etapa final de su vida, y eso no la aleja, sino que la compromete aún más. «Tú sabes que quizás estás compartiendo los últimos años, meses, días… pero también sabes que ese tiempo puede estar lleno de belleza si estás presente. Yo no creo que la vida se acabe ahí. Creo que se transforma, y ese pensamiento me da mucha paz». Ese vínculo profundo es el que ha construido con María Sevillano, a quien ya no visita como una voluntaria, sino como una amiga que forma parte de su vida. «Cada vez que viajo, le traigo fotos. Le hablo de mis cosas, de mis emociones. Y ella también comparte las suyas. Hay una comunicación de alma a alma que va más allá de las edades. El cariño no tiene fecha de nacimiento ni de caducidad».

En un tiempo en que las prisas, el aislamiento y el individualismo parecen reinar, la historia de María Gil y María Sevillano recuerda que el mayor acto de amor puede ser el más sencillo: estar. Estar, escuchar, dar tiempo, ofrecer compañía sin esperar nada a cambio. Y sin embargo, recibirlo todo.

Mientras el reloj marca las seis cada martes en La Isla, y una mujer camina hacia una casa para tocar un timbre, la esperanza, el consuelo y la ternura se hacen presentes sin necesidad de palabras grandilocuentes. En esos pequeños gestos, en ese «estar para el otro», habita la mejor versión de lo humano.

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