El ladrón confeso del Códice, en el centro de la imagen
El ladrón confeso del Códice, en el centro de la imagen - muñiz

En la trastienda del robo del «Códice»

Las desconfianzas, el silencio ante un saqueo que se dilató durante años y las amenazas personales marcaron el arranque de un proceso en el que se juzga algo más que el robo de un valioso manuscrito. Los secretos de la Catedral, al descubierto

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El pasado lunes arrancó en los juzgados de Santiago de Compostela el juicio por el robo del «Códice Calixtino», una joya medieval que un electricista conocedor de todos los secretos de la Catedral se llevó —atendiendo a su confesión ante el juez instructor— para guardarla durante más de un año en un garaje polvoriento y atiborrado de cachivaches. Del testimonio del ladrón confeso se desprende que nunca tuvo intención de provocarle daño alguno al manuscrito y tampoco de venderlo para lucrarse económicamente, objetivo último de un robo al uso. La decena de testigos que durante esta primera semana de juicio desfilaron ante el tribunal apuntan a que, en los hechos que se le imputan a Manuel Castiñeiras, las ansias de venganza pesaron más que el carácter meticuloso que muchos le confieren.

Con la mirada fija en el suelo y evitando el contacto visual con los canónigos que testificaron a tan solo unos pasos de él, Castiñeiras asistió impasible al relato de las personas con quienes compartía su día a día. Una curia que lo describe como un hombre que se movía por la basílica compostelana a su antojo y que nunca asimiló su despido. «Su actitud se volvió agresiva», llegó a decir el exdeán del templo del que fue su amigo durante más de cuarenta años. Hombre piadoso y de misa diaria, el electricista también ha sido acusado de amenazar a un canónigo «con un palo» y de colarse en despachos y estancias privadas en numerosas ocasiones.

Papeles que «ni siquiera leía»

Las pruebas puestas sobre la mesa indican que este sexagenario saqueó, presuntamente, las cajas fuertes de la Catedral durante años, amasando una fortuna de más de 1,7 millones de euros que había distribuido en papeleras, bolsas, maletas y armarios. «Cuando dejó de haber dinero, empecé a coger papeles», asumió el propio Manuel Castiñeiras en su declaración de julio de 2012. Se trata en la mayoría de los casos de documentos carentes de valor que sisaba de la mesa del deán de la época y que «ni siquiera leía». A Castiñeiras se lo acusa de haberse apropiado de centenares de efectos personales del deán, como cartas y fotografías, que éste nunca echó en falta. Pero los presuntos tejemanejes del ladrón confeso en las áreas de acceso restringido de la basílica sí levantaron las sospechas de otros miembros de la vida catedralicia.

El encadenado de sus relatos, que la sala escuchó durante horas, deja al descubierto desconfianzas y acusaciones veladas que siempre tenían como destinataria a la misma persona. El desfase en los suculentos ingresos del templo lo notó el administrador ya en 2003, pero durante más de siete años solo dos personas más supieron que alguien estaba metiendo la mano en la caja de la Catedral: el contable y el deán. A los dos se les pidió que guardasen silencio porque la intención del administrador era dar con el ladrón sin necesidad «de alarmar». Pasaron siete años de continuos robos hasta que el encargado de las cuentas decidió colocar una cámara de seguridad cuyas imágenes nunca llegaron a visionarse hasta que la Policía entró en escena. El ánimo de solucionar los problemas del templo sin pedir ayuda externa favoreció que el presunto ladrón cogiese confianza. Tanta, que una mañana después de la misa de primera hora «vi la ocasión» y se guardó el Códice bajo la ropa. Muy meticulosas en su rutina diaria, las dos personas que se encargan de chequear que todo estuviese en orden antes de apagar las luces al final del día notaron en falta rápidamente la joya literaria, avisaron al deán, que los ayudó a peinar la estancia en la que se guardaba el libro y, acto seguido, denunciaron ante la Policía. Pero ni siquiera cuando se supo del robo del «Códice» se advirtió a los agentes de la falta de dinero.

Los días posteriores al sorpresivo robo fueron de mucho ajetreo en la Catedral, sin embargo, Manuel acudió puntual a su cita diaria con el Apóstol. Eso sí, el testimonio de uno de los medievalistas que presentó la denuncia lo sitúa en la entrada del santuario el día que se publicó la noticia «con una mochila con la que nunca lo había visto». «Entró y tardó menos de un minuto en salir. Llegué a pensar que igual lo había robado él, que se había arrepentido y que con la que había montada no se atrevía a devolverlo», reconoció este investigador ante el juez. Más allá de esta suposición —que el medievalista no tardó en desechar—, en la Catedral no eran pocos los canónigos que tenían claro quién podía estar detrás del delito. A Castiñeiras lo precedía una fama callada que algunos curas constataron cuando lo sorprendieron abriendo armarios que no le incumbían. También ayudaron las declaraciones de jefes anteriores, que advirtieron de las supuestas debilidades del electricista.

El puzzle de piezas que dibujan el escenario de uno de los robos más mediáticos de los últimos tiempos va encajando a medida que los protagonistas de esta historia prestan declaración. Al descubierto quedó ya la gestión de las cuentas del templo (ahora en manos de un profesional contable) y la desconfianza por parte de algunos religiosos hacia un electricista omnipresente. Los testimonios aportados durante esta primera semana de juicio también delimitan el momento en el que todo empezó a truncarse, que coincide con el nombramiento del deán del templo en aquella época y que empañó las relaciones hasta un extremo inimaginable. Una vez perfilado el contexto en el se produjo el robo, la segunda semana de juicio pivotará sobre las declaraciones de los agentes que participaron en la investigación. La toma de testimonios se prolongará hasta el próximo 5 de febrero.

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