Predicar y gobernar no es lo mismo

«Los primeros días del Gobierno de Sánchez han estado plagados de contradicciones relevantes, de improvisaciones y prisas para un Ejecutivo que arranca acelerado»

El presidente del Gobierno Pedro Sánchez anunciando la composición de su Ejecutivo en La Moncloa EFE
Manuel Marín

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El Gobierno de Pedro Sánchez ha arrancado con una efervescencia inusitada. El golpe de efecto dado anteayer con la decisión -personal del presidente del Gobierno- de dar amparo y acogida a los 629 refugiados del «Aquaurius» tras la negativa xenófoba de Italia y Malta, revela en Sánchez una intención efectista y óptica de su acción de gobierno. Con solo 84 escaños en su haber, se trata de rentabilizar cada decisión política en términos de opinión pública, y de arrastrar al resto de partidos a compartir decisiones que, por pura estética social, les resulte imposible no defenderlo. La acción humanitaria en el Mediterráneo es un ejemplo que así lo acredita, aunque sirva además para reabrir el descarnado debate sobre la ineficaz gestión de la Unión Europea respecto a este drama.

Con la premura de una legislatura calculada para año y medio, Sánchez intenta que sus resoluciones calen en la sociedad con urgencia, y con la estética propia de una política más novedosa e innovadora aún que la ya retórica «nueva política» de Podemos o Ciudadanos. Sánchez protagoniza una operación de salvamento del PSOE con el cemento de un poder no logrado en las urnas con su liderazgo, pero legítimo. Así es la democracia. Y es plenamente consciente de los efectos de una política líquida y cosmética, basada en gestos de simpatía general para generar una afinidad que matice o disculpe cualquier error, o cualquier asomo de crítica por demagogia. En la etapa de Zapatero, este fenómeno fue bautizado como «buenismo». Todo eran «derechos sociales», «diálogo» y «cintura», aderezados además con una cuidada ingeniería social que instaurase una pretendida superioridad moral de la izquierda.

Sin embargo, además de gestos, los primeros días del Gobierno de Sánchez han estado plagados de contradicciones relevantes, de improvisaciones y prisas para un Ejecutivo que arranca acelerado. Abrir un día el debate sobre la imperiosa y «viable» necesidad de reformar la Constitución, y cerrarlo en falso apenas doce horas después, demuestra que el discurso de Meritxell Batet, en contraste con el de Carmen Calvo o Josep Borrell, rechina. Hoy no hay opción técnica posible a una reforma constitucional ni un mínimo consenso que posibilitara siquiera discutirlo.

En el Senado, el Gobierno ha defendido unos presupuestos ajenos, diseñados por el PP, con la nariz tapada y contra los múltiples vetos de quienes han conducido a Sánchez a La Moncloa. El riesgo de que separatistas y populistas puedan llegar a exigir condiciones inasumibles a Sánchez, puede empujarle a requerir el apoyo del PP para sacar adelante las cuentas públicas. Ello conllevaría un coste: el de ver retratada su exigua minoría de 84 escaños y el de asumir el coste de negociaciones baldías en el Congreso a manos de quienes le apoyaron en la moción de censura a cambio de promesas irrealizables.

Sánchez también ha tenido sus primeros «gestos» con el independentismo catalán. Algún miembro del Gobierno ya ha insinuado la conveniencia de acercar a los presos del «procés» a cárceles catalanas. Más allá de que se trate de una decisión judicial, y no política, el anunciado levantamiento del control económico del Gobierno central sobre la Generalitat no constan aún resoluciones ministeriales en ese sentido. Y el PNV empieza a forzar su maquinaria de «chantaje» político. Está en marcha un nuevo Estatuto con Bildu como consorte para conformar la «nación vasca», y se ha retratado con ERC y los antiguos batasunos en una cadena humana separatista. Más aún, el PNV se ha apresurado a pedir ya un sistema penitenciario propio, sintomático de que al independentismo no le van a frenar simples o inocuas ofertas de «diálogo». Ni con Torra ni con Urkullu.

En materia económica, el compromiso de Sánchez, y de sus socios de moción, era «derogar» la reforma laboral. El primer gesto fue anunciar un «replanteamiento total» de esa norma… Hoy la ministra Valerio admite que «la reforma laboral no se puede derogar alegremente». Y el pacto con Ciudadanos y Podemos para sacar a concurso la presidencia de RTVE vuelve a quedar bloqueado, ahora por el propio PSOE. Predicar en la oposición es una cosa. Gobernar, otra, viciada por inevitables contradicciones. Matices de un poder insuficiente y alambicado.

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