Manuel Marín - ANÁLISIS

Los pactos y la teoría del caos

Manuel Marín
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Hay una gran diferencia entre el buenismo almirabado que acaricia los pactos como un producto inherente a la democracia, o como un antiséptico de higiene social frente a los abusos de las mayorías absolutas, y la cruda realidad que emerge cuando las alianzas poselectorales se convierten en un ejercicio de confusión, o en una perversión del mandato popular. Tanto se habló en los últimos meses de que asistíamos al final de los rodillos parlamentarios y de las mayorías suficientes porque el bipartidismo agonizaba, que ese buenismo de ingenuidad infinita pronosticó la «legislatura de los pactos» como una necesidad vital y estética, sin cuya aceptación uno dejaba automáticamente de ser un demócrata de raza o de ADN.

La teoría del caos

Es cierto que se intuían la fragmentación política, los parlamentos a la italiana próximos al caos, las mayorías débiles y condicionadas, las negociaciones de leyes plurales frente a la imposición de un solo partido.

Incluso, se dibujaban gobiernos multicolores como remedio a los Ejecutivos personalistas… Pero pocos intuyeron el bloqueo institucional puro y duro que las elecciones catalanas, y probablemente las generales, han concebido ahora, con investiduras inmanejables, incertidumbre política y descreimiento inversor. ¿Consecuencia probable de esta parálisis? La repetición de elecciones en ambos casos, salvo un forzamiento in extremis e inédito del mandato popular, por mucho que se pretenda revestir cualquier alianza de legitimidad.

La frovolidad divierte

Lo determinante no es si Convergència estaría dispuesta a renunciar a Junts pel Sí, y pactar con el PSC y Ciudadanos una salida solvente para Cataluña -una solución digna ya es imposible-, o si lo hará ERC con Ada Colau y Podemos… O si parte del PSOE estaría dispuesto a abstenerse para facilitar un gobierno en minoría de Mariano Rajoy para garantizar la estabilidad de España un mínimo de dos años y renovarse mientras tanto. Antes deben producirse otros pactos de los que nadie avisó, porque en el fondo la gestión política en España se ha convertido en una frivolidad nociva para los intereses generales. El caos divierte. Cuando el votante acude a las urnas, lo hace en la percepción de que el partido al que otorga su confianza es un bloque monolítico de principios y valores que no se someterán al mejor postor. Incluso, lo hace en la seguridad de que su dirección, sus «cuadros» y sus militantes piensan de la misma manera. Sin embargo, la experiencia está demostrando exactamente lo contrario.

Primero, pactos internos

Antes de decidir/imponer nada a su electorado, el PSOE debe pactar consigo mismo para determinar si pretende prolongar el mandato de Pedro Sánchez o desahuciarlo en favor de Susana Díaz o de cualquier otro aspirante. A su vez, la CUP ha demostrado con asombrosa precisión su incapacidad para pactar internamente cualquier hito asambleario, por nimio que resulte. Es probable, incluso, que si la CUP tuviera que decidir sobre la instalación de urinarios unisex en sus sedes, sus bases votarían varias opciones y empatarían. El adiós ayer de su portavoz, Antonio Baños, refleja el absoluto descontrol interno que hoy son los partidos políticos.

Lo mismo ocurre en Podemos, donde la euforia tras el 20-D ha tapado las desavenencias de Iglesias con Ada Colau en Barcelona, Manuela Carmena en Madrid o Teresa Rodríguez en Andalucía. Antes o después deberá aclararse y pactar internamente si favorecerá o no la autodeterminación y el independentismo, para ofrecerse a otros partidos, sobre el bien entendido de que sufrirá un desgaste decida lo que decida y de que la experiencia de los «multipartitos» en España, configurados como un cordón sanitario contra la derecha, ha sido demoledora y castigada por el electorado.

Tampoco Convergència tiene claro su futuro. Ayer abocó a Cataluña a nuevas elecciones por no renunciar al liderazgo de Artur Mas. Probablemente, ya es tarde para una operación similar a la que protagonizó con éxito el PNV para sacudirse a Juan José Ibarretxe y su fallido proceso separatista. Pero desde hoy se abrirá el debate sobre la sucesión de Mas para el casi seguro nuevo proceso electoral. Y, finalmente, en el caso de que también se celebren nuevas elecciones generales, el PP deberá «pactar» con sus propias bases si concurrirá o no con Mariano Rajoy como candidato. No es poca cosa.

Un jeroglífico sin solución

Hoy los pactos están concebidos como una suerte de engañabobos indeterminado, como un jeroglífico irresoluble o como un entretenimiento de cada ego político para un ejercicio de diversión mediática. Pero la realidad es que no hay pactos. No es cierta la voluntad de pactar. Se trata de una estratagema genérica y atractiva -¿a quién no le gusta el diálogo?- que a la hora de la verdad genera bloqueo, choques de egolatría y obsesión de poder por encima de proyectos políticos realistas duraderos.

Quedan dos opciones. Primera, la perversión de lo que podría denominarse «teoría de los candidatos por exclusión», para favorecer gobiernos licuados por extremistas y antisistema a base de carambolas y odio a la derecha. En virtud de esta tesis, dejaría de existir el tradicional cruce izquierda-derecha, para dejar paso a dos nuevos bloques menos ideologizados, pero mucho más combativos y de ADN «social»: el protector del sistema constitucionalista, frente al militante antisistema extremista y anticapitalista. El burgués del «orden establecido» frente al rebelde indignado.

La segunda opción en esta tensa tesitura es más sencilla, y probablemente más constructiva: la repetición de elecciones en Cataluña y en toda España para que el caos deje de ser el divertimento de una montaña rusa diaria.

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